Carmen salió de trabajar pasadas las cinco de la tarde y empezó a caminar hacia su casa. De pronto, en su camino, aparece aquella iglesia. La iglesia de San Juan. Al pasar por la amplia puerta de entrada, iba a santiguarse o a hacerse la señal de la cruz, pero prefirió entrar. Buscó la última banca para arrodillarse y rezar, mas, al darse cuenta de que el recinto estaba completamente solo, sintió un extraño miedo, al mismo tiempo que un sentido de culpa la hizo reaccionar y decirse:
_“Estoy en la Casa de Dios. No debo sentir miedo”. –Y, para mitigar su culpa, se dirigió hacia el altar caminando por todo el centro del pasillo central entre las desocupadas bancas, dominando el temor que se había apoderado de ella.
Llegó hasta la gradería que rodeaba el altar, y se arrodilló. Comenzó a rezar con todo el fervor, cuando su sentido de percepción le dijo que no estaba sola. Volteó a mirar hacia su izquierda, para darse cuenta de la presencia de alguien: Un fraile estaba agachado a su lado con la capucha cubriéndole la cabeza. Al sentir que era observado, la levantó y giró como para mirarla, sin embargo, la capucha estaba totalmente vacía o, para explicarme mejor, ¡no tenía cabeza!
La mujer se levantó y comenzó a correr desesperada escuchando el ruido de unas chancletas caminando muy rápido detrás de ella. Las piernas amenazaban con doblarse, con atravesarse una delante de la otra y sin pensarlo, estiró los brazos para amortiguar el choque de su cuerpo contra el piso. Se levantó sin mirar hacia atrás y sin reparar en el dolor de sus desolladas rodillas. La inmensa puerta le parecía muy lejana. Por fin llegó hasta ella y pudo sentir que tanto sus excitados nervios como los latidos de su corazón comenzaban a calmarse.
Cuando estaba confundida entre la gente, volvió la mirada. No pudo ver nada que no fuera más gente. Disminuyó el paso y siguió su rumbo. Entre más se alejaba del centro, los transeúntes iban disminuyendo en número. Ya la negrura de la noche se apoderaba de la ciudad, y la iluminación eléctrica remplazaba un tanto la luz solar. Súbitamente, en la esquina del andén del frente, descubrió la figura del fraile con su puntiaguda capucha cubriéndole la cabeza. Sin pensarlo mucho, aceleró el paso hasta transformarlo en un pequeño trote, tan veloz como le permitían sus tacones. El, comenzó a cruzar la calle. Pausadamente, aunque más parecía que no colocaba los pies en la tierra. La desvalida mujer se sentía incapaz de seguir corriendo. Disminuyó la intensidad del trote. Tres casas más, y estaría en la suya. Con el pecho agitado, volvió la vista hacia atrás: el fraile estaba a unos cuantos pasos de ella; en ese instante, escuchó su nombre cuando, sin poder evitarlo, chocaba contra alguien. Sus piernas no resistieron más y se doblaron; mas unos fuertes brazos la sostuvieron. Nuevamente la llamó por su nombre:
_ ¡Carmen! –Era la voz de su hermano que apareció en el momento más inesperado- Qué tienes?
_Ese fraile… me viene… persiguiendo. –Ambos voltearon a mirar-
_Cuál fraile? –En la casi vacía calle, no había ningún fraile-
_Ven, vamos a casa. No te preocupes. Aquí estoy yo.
FIN
Autor: Hugo Hernán Galeano Realpe. Derechos reservados