Celador y soldado en cementerio de noche

Rodrigo (además de cambiarle el nombre, me reservo el apellido por petición suya), es otro de mis exalumnos, recordado por su gran talento y dedicación al estudio.  En el bachillerato, tenía mayor afinidad con su amigo entrañable, Elkin Cifuentes, casi tan dedicado como él. Los dos se graduaron como bachilleres, y ambos fueron escogidos para prestar el servicio militar obligatorio. La mala fortuna hizo que uno de tantos, hoy premiados guerrilleros, acabara con la vida de Elkin.

 Al terminar la prestación del servicio, Rodrigo tuvo que enfrentarse a la vida. Ni sus padres ni él, tenían las condiciones necesarias para pagar una carrera universitaria. Por otro lado, el plan académico de nuestro país, hace que, con muy pocas excepciones, los egresados bachilleres salgan sin tener qué ofrecer a la sociedad. Sin embargo, el joven se dedicó a buscar empleo de lo que fuera. Así fue como, en los avisos clasificados, encontró uno que rezaba: “Se necesita  reservistas militares para trabajar como celadores. Requisito: haber prestado el servicio militar”.

_ “Bueno, ésta podría ser mi oportunidad” –pensó.-

 Al comentar en su casa, su mamá fue la primera en ver más peligro del que tenía realmente el trabajo; mas, Rodrigo sabía que si no era ese, por el momento no había más.

En primer lugar tuvo que recibir un curso de adiestramiento junto a otros participantes. Cuando  terminó, se les dio a conocer las pocas vacantes que había: Un colegio privado, dos clínicas, un parque cementerio, un asilo para enfermos mentales y un banco. muy pocas eran del agrado de los aspirantes. Entonces, para ser imparcial, el coordinador del grupo cortó unos cuantos pedazos de papel y escribió en ellas los lugares correspondientes, dos iguales de cada necesidad, para un total de doce plazas que correspondían con el número de aspirantes. Después de doblarlas, las colocó en una bolsa negra; la sacudió de la mejor manera y ordenó que los nuevos celadores se formaran por orden de estatura. Cada uno tomaría una papeleta, pero no podría abrirla, sino cuando se diera la orden. Sólo en ese momento lo harían y, si se ponían de acuerdo, podrían intercambiar.

 Rodrigo se colocó en la fila, papeleta en mano. Al escuchar la orden, la abrió y leyó: Parque Cementerio, vigilante 2. Este número significaba turno de la noche, por una semana. Luego pasaría al día y así sucesivamente.

 Por supuesto que ninguno de sus compañeros quiso cambiar. Lo primero que se le ocurrió, fue renunciar antes de iniciar, pero ya estaban todos advertidos: Si alguien llega a retirarse, tendría que pagar el curso recibido. Entonces, lo que le quedaba era “hacer de tripas corazón”.

El primer día, llegó al parque cementerio con una hora de anticipación. Entró a la oficina del administrador a presentarse. Ya uniformado, recibió las instrucciones pertinentes y salió a realizar el reconocimiento de campo.

 El viento del atardecer, mecía los árboles con una suave brisa. Realmente la paz que se respiraba era inigualable. A esa hora, los pocos visitantes de sus seres queridos ya fallecidos comenzaban a salir. El administrador y los trabajadores, igual. Cuando eran las 5:30 de la tarde, se acercó a la gran reja con el fin de asegurarla. Las propietarias de las casetas de flores, ubicadas a las afueras, también estaban cerrando. Al verlo se despidieron con sonrisas y gestos amistosos. En unos minutos, quedó completamente solo frente al inmenso paraje donde, además de la gran cantidad de tumbas con sus arreglos florales, se podía apreciar las blancas estatuas de ángeles, vírgenes y otras que pretendían dar un concepto de consuelo y descanso a los familiares de quienes fallecían. Las lámparas colocadas a cierta distancia unas de otras, empezaron a encenderse a medida que las sombras de la noche caían sobre aquel escenario. Al pensar que estaba completamente solo, sintió un extraño frío recorrerle la espalda. A pesar de ésto, se llenó de valor y siguió haciendo su ronda. El silencio era tal, que se escuchaba hasta la caída de alguna hoja. Por momentos, cualquier insignificante ruido, como el aleteo de algún pájaro, lo hacía saltar y, luego, sonreír cuando podía darle una explicación lógica.  Sin embargo, no todo lo que lo inquietaba tenía respuesta, aunque tratara de consolarse con argumentos, como: “Seguramente fue el viento”; “Tal vez fue una ilusión óptica” y frases por el estilo. Esto ocurrió en dos ocasiones: La primera, cuando escuchó o creyó escuchar el lastimero llanto de una mujer que se acercaba por su espalda. Al voltear a mirar, la negrura del poco iluminado paraje y la rapidez con que se alejó en la distancia, hizo imposible ubicar su procedencia. El miedo que lo embargó fue intenso. La reacción que tuvo, fue alejarse del lugar lo más de prisa que pudo. Sintió frío. Al momento, recordó el termo cargado de tinto que le preparara su mamá y se dijo que era hora de tomarse un buen sorbo, así que se dirigió hasta la dependencia de los celadores. Allí ocurriría su segunda experiencia sin explicación.

 La tibieza del lugar lo reconfortó. Se sirvió una buena cantidad y se sentó a descansar por un momento. No había terminado su café, cuando por la ventana vio pasar a alguien. El hecho hizo que se atragantara un tanto. Se acercó para observar mejor, mas la diferencia de iluminación entre dentro y fuera lo hizo dudar; y, aunque hubiera preferido quedarse,  el pensar que pudiera tratarse de algún ladrón, lo obligó a salir apresurado. Cuando estuvo fuera del recinto, alcanzó a ver la figura de un hombre caminar por la vía y adentrarse en uno de los jardines. No podría asegurar muy bien, pero le parecía que se trataba de un militar. Aligeró el paso cuando aquel hombre se quedó parado dándole la espalda, agachado como si mirara la tumba que se hallaba a sus pies. Cuando Rodrigo estaba a punto de llamarle la atención, la figura se fue borrando hasta desaparecer por completo. El celador se quedó parado en seco por un momento. Se pasó el dorso de las manos varias veces por sus ojos. Luego, giró sobre sus talones y regresó al recinto de los celadores. Entró y cerró.

_ “¡Este empleo si es pa’machos!” –Se dijo.- “Por esta noche, ya es suficiente. Me quedo hasta que amanezca, pase lo que pase”.

 Sin embargo le inquietaba el hecho de haber visto desaparecer a aquel soldado. No pudo haber sido idea suya. Se preguntaba:

_ “¿Y por qué se quedó mirando esa lápida? Bueno, antes de irme, iré a mirar esa tumba, para averiguar a quién pertenece.”

 Permaneció la mayor parte del tiempo, sentado, cabeceando, despertándose, caminando por la pieza aquella y volviendo a sentarse. Así llegó la madrugada. A eso de las 6:00 de la mañana, salió.  No pasarían unos cinco minutos, cuando su compañero que lo remplazaría llamó a la reja. Se saludaron. Enseguida se cambió de ropa y, cambiando de parecer, salió del camposanto, para regresar antes de las 6:00 p.m. A esa hora visitaría la tumba que le despertaba su curiosidad.

Después de dormir hasta cerca de la 1:30 p.m., el nuevo celador relató, durante el almuerzo, cómo fue su primera noche, adornando el relato de tal manera que su familia se sintiera tranquila. Exageró tanto, que solamente le faltó decirles que los muertos salieron de sus tumbas para hacerle fiesta de bienvenida. Pero, para sus adentros, sabía el temor que le causaba volver esa noche. Cerca de las 4:00 p.m., se armó de valor, recogió el termo y unos bocados, se despidió y salió rumbo a su trabajo.

Lo primero que hizo, después de cambiarse, fue ir a curiosear aquella tumba, frente a la que vio desaparecer al militar. Cuando la descubrió, el temor que sintió al leer el nombre del fallecido hizo que el corazón se acelerara como si se le fuera a salir del pecho: El nombre que estaba escrito era el de Elkin Cifuentes. Una pregunta vino a su cabeza: ¿Sería coincidencia? o allí estaba enterrado el cuerpo de quien en vida fuera su amigo entrañable y compañero de estudios. Su valor sólo le alcanzó para dibujarse una cruz con mano temblorosa, desde la frente hasta el ombligo, y retirarse del lugar con la cabeza llena de preguntas.

 Esa noche se dedicó,  por recomendación de su jefe, a estar pendiente de la tumba de una mujer que habían enterrado esa tarde. En estos casos, no faltaba el o los integrantes de alguna secta satánica que quisiera hurtar el cadáver para sus ritos, los ladrones de órganos, y tantos otros que deseaban hacer de las suyas con múltiples propósitos. Sin embargo, tuvo la idea de llevar sus binoculares de visión nocturna que adquiriera cuando estaba en el ejército. Localizó la tumba y caminó hacia ella, sin darse cuenta que una sombra parecía seguirle los pasos, desde cerca de un grueso árbol. No encontró nada anormal y decidió regresar a tomarse un trago de café caliente.

 Es admirable la manera cómo el ser humano se va adaptando a las diferentes situaciones. Cada vez que salía se alejaba un poco más. Ya se preocupaba menos de sus temores.

 Estando en una de sus correrías, llegó hasta su oído el lejano rumor de un llanto. Prestó toda la atención. Inmediatamente pensó en el llanto de mujer de la noche anterior. No era el mismo. Era mucho más grabe. Intentó buscar con la mirada sin descubrir nada. Tomó sus binoculares y fue cuando reparó en un bulto negro recostado boca abajo como si estuviera abrazado sobre la tumba de la mujer recién enterrada. Aunque quiso invadirlo el susto, se sobrepuso y comenzó a caminar hacia allá. Cada vez las exclamaciones y el llanto aumentaban de volumen. Al fin pudo entenderlas:

_¡Por qué te fuiste! ¡Por qué, por qué!

 El Celador sacó su arma de dotación con el fin de intimidar al doliente. El olor a licor era intenso. Cuando estuvo unos tres metros cerca, dio la orden:

_¡Levántese despacio y ponga las manos detrás de la cabeza!

El hombre apenas levantó la cabeza y contestó:

_¡Dispáreme! ¡Quiero morirme!

 El celador se acercó hasta colocar las piernas al lado y lado del hombre, se arrodilló quedando a horcajadas sobre él. Con una de sus manos tomó las esposas de su cinto, la cerró sobre una de sus muñecas, guardó su arma y juntó la otra mano para terminar de colocarlas. Luego, accionó su radio para llamar al cuadrante más cercano de la policía. Estos llegaron y se hicieron cargo de la situación, llevándose al borracho.

Nuevamente quedó solo paseando por aquel inmenso parque, acompañado de solo difuntos.

 Serían las 3:00 de la mañana cuando el cansancio y el sueño amenazaban con dominarlo. Se fue a la oficina de celadores. Después de sentarse, se quitó la gorra y se sirvió una copiosa taza de café y se dedicó a degustarla. De pronto, un movimiento en las afueras de la ventana llamó su atención. Colocó inmediatamente la taza sobre la mesa, se levantó y se acercó. No cabía duda. Había alguien parado de espaldas cerca a la ventana. Cuando agudizó la mirada, descubrió que se trataba de… ¡un militar! ¡Seguramente el mismo de la noche anterior!

Se quedó estático, sin poderse mover. En eso, el militar volteó poco a poco la cabeza y giró todo el cuerpo mirándolo. El miedo desapareció por completo en un instante, cambiándose por admiración y extrañeza. Era… Elkin; lo miró sonriente, con una expresión que irradiaba paz. Así duró por unos instantes, hasta que, al igual que la noche anterior, la imagen se tornó borrosa hasta desaparecer completamente.

 Rodrigo volvió a su silla. Ya no tenía miedo, aunque prefirió esperar allí hasta que empezara a amanecer.

Siguió en el empleo, una semana vigilando durante la noche y la siguiente durante el día. Se acostumbró a él y, al mes siguiente, lo cambiaron de entidad. Todo era cuestión de querer su trabajo. Gracias a él, logró empezar sus estudios y colaborar en algo con su familia.

 FIN

Autor: Hugo Hernán Galeano Realpe. Derechos reservados.