Llegó el 30 de noviembre y el joven matrimonio partió para la bella Bogotá a disfrutar de sus vacaciones de fin de año. El, trabajaba como profesor en ese lejano pueblo un poco olvidado por el gobierno central, en el cual no había ni siquiera luz eléctrica. De algún habitante de la región escuchó que un rayo cayó sobre la planta que generaba la luz al pequeño municipio, una luz que subía y bajaba de voltaje, y que, además, sólo se podía disfrutar en las noches.
Al abordar el bus que los llevaría a la capital después de seis horas de viaje, se sintieron felices. La paz y la tranquilidad del pueblo a veces se tornaban monótonas, y ya era hora de cambiar un poco de ambiente. Volvería solo, después de veinte días a cobrar su prima de navidad, y regresaría a la capital a reunirse con su esposa para pasar allí las fiestas decembrinas y la iniciación del nuevo año. Luego en febrero, reanudaría el año escolar.
El 20 de diciembre, el profesor llegó al pueblo a eso de las dos de la tarde, y lo primero que hizo fue acercarse al banco a recibir su dinero. La celebración de la Feria anual estaba en todo su apogeo. Había toda clase de atracciones: juegos, bebida, música, alegría, lo que había atraído gran cantidad de gente.
Se encontró con algunos conocidos con quienes departió por un largo rato, y ya entrada la noche se dirigió a la casa de profesores en la que habitaba durante su período de trabajo. Allí seproporcionaba alojamiento a los profesores que vivían fuera del municipio. Era una casa grande con no menos de unas veinte alcobas. El profesor tocó varias veces, sin obtener respuesta. Seguramente el vigilante estaría disfrutando de la rumba con ocasión de la feria.
_“Ni modo”. –pensó- Tendré que buscar alojamiento en algún hotel.
De todas maneras, a cada conocido que encontraba, le preguntaba por el vigilante, mas nadie le dio razón de su paradero. Visitó cada uno de los escasos hoteles que había en la población: en todos ellos la respuesta era la misma:
_Lo siento, profesor. No tenemos ni un solo sitio disponible. Quizás en otro de los hoteles…
_Todos están copados. Parece que me tocará dormir en el parque. De todas maneras, le agradezco.
_Espere, profesor, -dijo el dueño rascándose la cabeza.- Tengo una pieza que… la verdad no quería alquilarla porque… Bueno, sólo por tratarse de usted. Vuelva en media hora. Tendría que acondicionársela… espero que no…
_Le agradezco su buena voluntad. Sólo es por esta noche. Mañana salgo para Bogotá en el primer bus.
Salió del local alumbrado por las populares lámparas de petróleo, y se dedicó a caminar por las oscuras calles como por “quemar tiempo”. La oscuridad era tan densa que primero se escuchaba los pasos de algún transeúnte antes de encontrarse con él. A veces se veía la luz de una linterna y detrás de esta, a la persona que caminaba.
Puntualmente, a la media hora estaba nuevamente en el hotel.
_Ya su alcoba está lista, profesor. Acompáñeme, por favor. –Comenzó a caminar detrás del hotelero quien llevaba un candelabro con una vela que amenazaba en cada momento con apagarse. En la penumbra, tropezó con algo. El propietario dirigió su luz hacia ese sitio y dijo:
_Disculpe. –Y recogió una corona de flores la que colocó contra una de las paredes. Una vez en la alcoba, el hombre colocó la vela en la mesa de noche. Buscó en sus bolsillos y sacó un caja de fósforos.
Ya con la vela quieta, la alcoba se iluminó tenuemente.
_Bueno! Que descanse, profesor. Hasta mañana.
_De igual manera; hasta mañana. –Cerró y aseguró la puerta y se dispuso a dormir. No tenía piyama, pues no se imaginaba que pasaría la noche en un hotel. Después de desvestirse se metió entre las cobijas. Sólo hasta ese momento percibió un olor extravagante como de flores. No le puso importancia al asunto, y apagó la vela de un soplo. La habitación quedó totalmente a oscuras, sin que se pudiera ver nada en absoluto. Solamente se escuchaba el inconfundible zumbido de uno que otro zancudo.
El cansancio lo fue venciendo poco a poco. Estaba a punto de dormirse cuando un ruido raro le quitó totalmente el sueño. Sintió algo así como unos rasguños por debajo del tablado de su cama. Escuchó por un momento; el rasguño aumentó de intensidad. Con cierto miedo estiró su mano y buscó la caja de fósforos con tan mala suerte que, al hacerlo, lo que consiguió fue mandarla al piso. En ese instante el ruido se calló totalmente. El silencio se prolongó por unos pocos segundos, pero el ruido volvió en un corto lapso. El hombre, sacando un poco de valor, estiró su mano y comenzó a palpar el piso buscando los fósforos que parecían haberse esfumado. Tenía el temor de ser mordido por algún animal. No podía encontrarlos por ninguna parte. Al fin, dio con la pequeña caja. La tomó con sumo cuidado. Ya en mejor posición tomó un fósforo y raspándolo sobre la caja, encendió la vela. Se quedó un rato dejando que la llama tomara fuerza. Otra vez el rasguño se calló para reiniciar segundos después.
_“Esto está raro!” –pensó el profesor, y se sentó en el filo de la cama.
Después de tomar la vela, se arrodilló en el suelo y se agachó para investigar qué podría causar aquel ruido. Cuando descubrió lo que había debajo de la cama, estuvo a punto de lanzar un grito. Era… un ataúd!
Permaneció mirando aquello sintiendo que su corazón palpitaba de una manera exagerada. Tomó aire y trató de calmarse.
_¡Pero qué broma macabra es esta!
El ruido volvió a callarse. El maestro no sabía qué hacer. No se decidía a salir a buscar al propietario pensando que ya estaría durmiendo. Mas, en ese instante, el dichoso ruido comenzó nuevamente; venía de dentro del ataúd, como si alguien estuviera tratando de llamar la atención.
_“Será que hay alguien allí?” –Se preguntó. Sin pensarlo dos veces, estiró su mano y tomando el cofre de una de las manijas laterales, lo sacó fuera de la cama. Una vez allí se lo quedó mirando sin atreverse a abrirlo. Así permaneció por un rato meditando.
_”Está muy liviano para que dentro haya una persona”.
Volvió a escucharlo. Entonces, con todo el miedo, levantó la tapa que cubre el vidrio y acercando la vela, tuvo que hacer un gran esfuerzo para mirar hacia adentro. No se veía más que el blanco tapizado del fondo. Se tranquilizó un poco. Por lo menos, ningún cadáver había en el ataúd. Entonces, qué o quién producía aquel ruido?
Se decidió a abrir toda la tapa, y lo hizo de una sola vez. Nuevamente estuvo a punto de lanzar un aterrador grito, pues de adentro saltaron dos grandes ratas que corrieron hacia afuera por debajo de la puerta. El profesor respiró profundo. Ya había pasado mucho susto por esa noche. Cerró el cofre mortuorio y lo empujó debajo de la cama y volvió a meterse entre las cobijas.
_“Pero a quien se le ocurre colocar un ataúd debajo de la cama en una alcoba de hotel. Con razón el dueño dudaba tanto.”
No apagó la vela, hasta que ésta se consumió en su candelero.
Al día siguiente muy de madrugada la alarma de su reloj de pulso lo despertó. Se levantó, buscó un baño fuera de la alcoba, y tomó un refrescante duchazo. Se vistió de prisa. Acto seguido llegó el propietario a brindarle un tinto.
_Buenos días, profesor. Durmió bien?
_Estuve a punto de morir de un infarto. –Le contó lo ocurrido-
_Precisamente por eso no quería alquilarle la alcoba. Lo que sucedió fue que el esposo de doña Dolores Ahumada, la cocinera, falleció antes de ayer, o al menos eso creímos, y dispusimos esta alcoba para el velorio. Estábamos rezando cuando el ataúd comenzó a moverse. Todos enmudecimos de pavor. Inesperadamente la tapa se abrió y el difunto se levantó. No estaba muerto sino que sufrió un ataque de catalepsia. Nos llevamos el susto de nuestra vida. Hubo gritos, desmayos, llanto y abrazos. Cuando todo se calmó, no hubo más remedio que colocar el ataúd debajo de la cama hasta que pasen las fiestas y podamos devolverlo a la funeraria del municipio vecino. Lo que si quiero mirar es si las ratas hicieron algún agujero para meterse. En ese caso no me recibirían el cofre. Miremos.
Buscaron por todos lados y el ataúd no tenía ni el más mínimo orificio por donde los roedores hubieran podido entrar.
_Se da usted cuenta, profesor?
_Vuelvo a sentir un frío en la columna. De todas maneras le agradezco su hospitalidad.
Después de pagar el valor correspondiente, El maestro se marchó dejando ese misterio sin resolver.
FIN
Autor: Hugo Hernán Galeano Realpe. Derechos reservados