El 31 de octubre se celebra “EL DIA DE LOS NIÑOS”. Esta tradición se remonta varios siglos atrás para recordar LOS AQUELARRES o REUNIONES DE BRUJAS. Estas reuniones tenían como fin adorar al Rey de las Tinieblas. Para ésto, hacían sacrificios de niños y, para atraer a los niños, les ofrecían dulces. Es bien sabido que, en esta fecha, suceden infinidad de acontecimientos terroríficos.  Esta es una de tantas HISTORIAS REALES. Me he permitido cambiar y omitir nombres para no comprometer a nadie.

Aquel viernes 31 de octubre, Marino colocó todo lo necesario en el vehículo, revisó el equipo de carretera, echó un vistazo general para asegurarse que todo quedaba bien. Por último, tomó las llaves de su casita campestre y las colocó en la guantera del auto. Salió del garaje, estacionó frente a su casa, se bajó y aseguró las puertas de entrada. Encendió nuevamente su auto y emprendió el viaje.

Cuando tomó la Autopista Sur, ya la tarde estaba muy avanzada. Se sentía feliz. Hacía muchos días que no visitaba su “Refugio”, como la llamaba, y le hacía mucha falta estar allá. En el trayecto, muchos niños, adolescentes y adultos desfilaban por todas partes luciendo sus disfraces. Por fin se alejó del barullo y cruzó hacia la derecha por la vía que conduce al viejo Hotel del “Salto del Tequendama”. Unos quince minutos pasaba por aquella construcción que en un tiempo fuera un lujoso hotel. Miró hacia la cascada y siguió de largo. A medida que avanzaba, la tarde perdía claridad. En las escasas construcciones se encendían los bombillos, preparándose para hacerle frente a la oscuridad. Unos minutos más tarde, los faroles de su auto rompían la fantasmagórica neblina que deambulaba por la carretera. Condujo durante algo así como dos horas, tal vez un poco menos.

Ya faltaba muy poco para llegar al caserío; Después de pasar éste, le quedaba un kilómetro hasta su cabaña. Las pocas luces aparecieron a lo lejos. Al llegar, en la única calle no se veía ninguna persona; casi todas las puertas de las casas estaban cerradas. Sólo el aullido de un perro se escuchó a lo lejos. Otro, le respondió desde otro lugar. Quedó atrás la última casa y, adelante, ya era noche cerrada. En la angosta y destapada carretera, la niebla se tornaba más espesa. Por fin, las luces del auto, descubrieron la casita dormida entre los árboles. Sintió una gran alegría de llegar.  Detuvo el auto sin apagar el motor, unos metros antes.  Encendió la luz interior y abrió la guantera para sacar las llaves,  abrir la reja y entrarlo hasta allí. Sin embargo, las llaves no estaban en ese lugar. Vació todas las cosas: Chaleco reflectivo, linterna, pañitos húmedos, botiquín… etc. y las fue distribuyendo en el asiento del acompañante; las llaves no estaban allí. Volvió a meter cosa por cosa hasta que la banca quedó limpia. Buscó en sus bolsillos, tanto del pantalón como de la chaqueta sin poder encontrarlas. Encendió la linterna y buscó en el piso del auto, por encima y debajo de los tapetes. Tampoco. No tuvo más remedio que apagar el motor. Se bajó y volvió a buscar en los bolsillos sin ningún resultado. Repitió la operación en la guantera y luego otra vez en el piso, hasta convencerse de que las llaves no estaban. Pensó en Saltar la reja, sin embargo no hubiera servido de nada porque la puerta de entrada era lo bastante firme y segura para que ningún intruso pudiera entrar. Volvió a subirse al auto y apagó las luces interiores con el fin de no descargar la batería. Estaba cansado y el frío comenzaba a invadir el vehículo. Inclinó el espaldar del asiento hacia atrás y se recostó. Trató de recordar el momento cuando las guardó. Estaba totalmente seguro de haberlas colocado en la guantera. Al fin, con todo el mal genio que la situación le producía, tomó una decisión: Regresaría a su casa de Bogotá por donde vino. Pulsó la manija para enderezar el espaldar y dar la vuelta a su carro, mientras pronunciaba algunas palabras o palabrotas que se le ocurrían y que, según los sicólogos, ayudan a aliviar el estrés.

Colocó la mano izquierda en el volante y con la derecha dio arranque. Los ojos se le abrieron en forma desmesurada al no escuchar el sonido característico del  motor al encender. Intentó nuevamente y… nada. Subió de calibre a las palabras que brotaban  de sus labios, sin que esto le diera algún resultado. Al fin se dio por vencido al comprender que la batería estaba completamente muerta. Estaba solo en medio de la nada. No había ninguna casa en los alrededores y no le hacía ninguna gracia caminar en medio de la oscuridad hasta el caserío. Y si lo hiciera, ¿a quién acudiría?

Entonces lo más sensato era quedarse dentro de la relativa seguridad de su auto. Tomó la linterna, abrió la puerta y salió. Abrió la puerta trasera para sacar una manta, envolverse en ella y tratar de dormir. De día, las cosas se verán mejor.

Fue al terciarse la manta en el hombro, cuando le llamó la atención una figura blanquecina que parecía moverse en lo que sería la rama de un árbol a unos cincuenta metros de distancia. Luego saltó, seguramente a otra de las ramas, pero lo más extraño era que al otro costado de la angosta carretera, se producía el mismo fenómeno. Luego apareció otra más y después otra. El miedo invadió todo su ser y después de cerrar, se apresuró a meterse en su vehículo y asegurar las puertas laterales. Trató de mirar por el retrovisor hacia los árboles. No se veía nada. Volvió a inclinar el espaldar y se arrebujó en la manta. En ese momento escuchó a lo lejos lo que le pareció ser risas y voces de un  grupo de mujeres. No alcanzaba a entender nada. Poco a poco se iban acercando. Cuadró el espejo retrovisor.  Se le alegró el espíritu al pensar que, por lo menos, había gente; mas, en el mismo instante se preguntó: “¿Pero… a dónde pudieran ir? Que él sepa, esa carretera terminaba al frente de su casa; además, en los alrededores no había otra. La incertidumbre lo inquietó. El murmullo se acercaba cada vez más, sin que pudiera ver a las protagonistas y menos entender lo que hablaban y les causaba risa. En instantes se acercaron hasta la parte posterior de su auto. Las risas callaron. Y fueron remplazadas por voces en bajo volumen. Aunque fuera con la escasa luz de las nebulosas, debiera poder mirar algo, pero no era así. Tampoco podía entender lo que hablaban, pero sabía que estaban allí. En un instante, cesó todo ruido dando paso a un silencio sepulcral, aunque no duró mucho. Como si alguien hubiera dado la señal, por delante de su coche, se escuchó el aleteo de aves que iniciaban el vuelo  y que, al parecer, eran de gran tamaño. Era tal el latir de su corazón, que tuvo miedo de sufrir un infarto. Trató de calmarse. Y cuando ya estaba más sosegado, unos golpecitos suaves se escucharon en la ventana de su lado. Miró hacia allí para descubrir, entre las sombras,  la silueta de una mujer, quien con melodiosa voz, le dijo:

_¡Hola, guapo! ¿Me invitas a entrar?

No alcanzó a articular palabra cuando, desde la puerta del pasajero se escuchó otra voz:
_Mejor, invítame a mí.

Giró la cabeza, para descubrir a otra.

_Nos divirtiéramos más, si nos invitas a las dos! Jajajaja  -Sugirió la primera-

El hombre, para sus adentros y sin poder dominar el pánico, se dijo:

_“Son brujas”.

En medio del miedo, pensó en qué hacer. Tenía la cabeza tan embotada, que no se le ocurría nada. Las dos mujeres parecían enojarse al no ser complacidas.

_¡Abre! ¡Sabes que de cualquier manera terminaremos entrando!

De pronto llegó a su pensamiento algo que había leído en un cuento, cuando era adolescente.. Armándose de valor, dijo:

_¡Ni lo sueñen!

De inmediato estiró la mano hasta la guantera y sacó el botiquín. Seguido por la curiosidad de las dos mujeres, corrió la cremallera y sacó las tijeras. Las abrió en su totalidad y las acercó a la ventana de su lado en primer lugar y luego a la otra.

_¿Quieren entrar? –Preguntó mostrando el utensilio, haciendo el falso intento de abrir la puerta-

En seguida pareció como si se hubieran sentado, dejando escuchar el sonido de unas aves iniciando el vuelo con rumbo hacia los árboles. Marino volvió a ver dos figuras blanquecinas saltando de rama en rama. Al parecer, aquellos seres venían en manada. Según parece, las tijeras abiertas causan pavor a las brujas.

Poco a poco se fue relajando. En un momento se quedó dormido. Se despertó cuando ya era de día. Miró a su alrededor. Cuando comprobó que estaba solo, se bajó del carro y estiró brazos y piernas. Sintió hambre. Fue hacia la parte trasera y sacó una botella de jugo y una bolsa de pan. Destapó la botella, cerró el baúl y caminó hacia la silla del acompañante a tomar las tijeras para cortar el plástico. Una vez hecho esto, abrió la guantera para guardarlas, y… ¡Oh sorpresa! Allí estaban las llaves de su cabaña.

_Pero… ¿Qué sucedió? ¡Cómo es que ahora si aparecen? ¡Esto no tiene explicación!…

O, pensándolo bien… Si la tiene. Todo fue causa de los seres demoníacos. Además de casi haber sido víctima de aquellas brujas, lo fui de los llamados “Espíritus burlones” que, aunque muchos lo duden, de que los hay… los hay. Entre ellos están los famosos duendes, hadas, quienes disfrutan escondiendo cosas y cambiándolas de lugar, o interfiriendo en actividades de las personas corrientes, para hacerlas rabiar y maldecir.

_Eso quiere decir que… Bueno, no quiero ilusionarme. Primero, veamos.

Subió al carro y, con toda la duda, le dio arranque. Este reaccionó a las mil maravillas.

_¡Iujuuuu! –Gritó-  Ahora sí, ¡A descansar!

Salió corriendo a abrir la reja y entró en su carro al “Refugio”.

Lo primero, limpió y ordenó su cabaña. Luego se dispuso a preparar la comida que dividiría para el almuerzo y la cena. También arregló algunos árboles frutales, quitando la maleza.  Después del almuerzo salió a caminar por los alrededores, fue hasta el río, pero no olvidó de llevar consigo sus tijeras, por si las moscas. Ya al oscurecer, cerró su aposento con mucha seguridad y se dispuso a mirar televisión utilizando el decodificador TDT.  Cuando el sueño comenzó a invadirlo, se dio un duchazo y a la camita, no sin antes colocar las tijeras bien abiertas en la mesita de noche. De pronto, escuchó el aleteo de un ave de gran tamaño, que se posó sobre el techo de su cabaña mientras lanzaba un espeluznante graznido. El hombre quedó totalmente despierto, aguardando lo que pudiera sobrevenir. Un rato más tarde, nuevamente se escuchó otro graznido y el batir de alas, acompañado por la risa de una mujer, lo que hizo que Marino se estremeciera de miedo. Sin embargo no pasó nada  extraño. Al día siguiente, después de almorzar, aseguró su cabaña y salió con rumbo hacia la hermosa Bogotá.

FIN

Autor: Hugo Hernán Galeano Realpe. Derechos reservados.