Aquel Día domingo, Lucas se levantó muy temprano para aprovechar el hermoso día de verano. Entre los pasatiempos del joven estaba el de montar su bicicleta “todo-terreno”. Después de darse un baño y de tomar el desayuno que su madre le había preparado, tomó su bicicleta, se despidió y salió muy optimista. Poco a poco fue dejando atrás la ciudad, para tomar la solitaria carretera de occidente. Era la primera vez que se adentraba por ese desconocido paraje.
El sol, como ocurre en los sitios de clima frío, estaba muy picante. Había avanzado ya unos cuantos kilómetros y tenía la boca muy seca. La sed lo atormentaba. En aquel sitio, no ocurre como en las carreteras del centro del país, en las cuales se encuentra casas de campo, restaurantes y ventas de toda clase. No había en dónde comprar una botella de agua. Llegó a la cima de aquella cuesta, para tomar un sendero plano. Era imposible no encontrar un arroyo o un riachuelo de agua cristalina. De pronto llegó a sus oídos el inconfundible sonido de una cascada. Esto lo hizo sentirse con más fuerzas para pedalear. Cada vez, aquel sonido se escuchaba más nítido. Siguió maniobrando su bicicleta. Por fin, allí estaba, bajando desde la alta montaña. Tanto al pie de la misma como al otro lado de la carretera había un muro de protección de no más de un metro y medio de largo. Por debajo, la corriente de agua atravesaba la calzada para continuar cayendo al otro lado.
El muchacho se apeó de su bicicleta, la arrimó a la montaña y buscó la manera de bajar los pies para alcanzar el agua. Mientras se apoyaba con la mano izquierda contra la peña, ahüecaba la derecha para meterla en el chorro y llenarla del refrescante líquido. Tomó el primer sorbo, cuando a sus espaldas escuchó la dulce voz de una mujer que le decía:
_Muy deliciosa el agua, ¿cierto?
El muchacho volvió la mirada sonriente para responder a quien le estaba dirigiendo la palabra, mas no encontró a nadie. Buscó a su alrededor, mas el paraje seguía tan solo como cuando llegó hasta allí. La cabeza se le encogió; sin embargo, llenó otra cantidad en su mano y la bebió; en eso, una risa picaresca de niña se escuchó justamente a su lado. Un frío penetrante le recorrió la columna y, haciendo un esfuerzo increíble, logró salir. Tomó su bicicleta y siguió tan veloz como le daban sus piernas. Cuando se pudo calmar un poco de aquel doble susto, pensó:
_ “Debí haber regresado en lugar de continuar”.
Fue cuando, a lo lejos, alcanzó a ver el techo de una casa adentrada unos trecientos metros de la carretera.
_ “Creo que es mejor llegar hasta allí y ver si me venden café, guarapo o lo que sea”. –Se dijo-
Antes de llegar al camino que desviaba hacia la casa, y sin saber de dónde salió, pudo ver a una niña adolescente que caminaba despacio. Al llegar al cruce, volvió la cabeza para mirarlo y se internó con dirección a aquella vivienda. Lucas aligeró su pedaleo. Cuando llegó a la esquina, la niña casi alcanzaba la entrada. Nuevamente lo miró, empujó la puerta, entró y cerró, sin prestar atención a las señas que le hacía Lucas, para que lo esperara.
Al llegar, colocó su bicicleta sobre uno de los pilares que sostenían el techo, subió dos gradas y levantó la mano para golpear; fue cuando descubrió que la puerta estaba cerrada y asegurada por fuera con un enorme y oxidado candado que pendía de dos argollas. Se le agrandaron los ojos por la sorpresa. Miró a los lados de la entrada. Tenía dos ventanas a las que les habían clavado algunas tablas como para impedir que algún intruso se metiera. Entonces…
_ “¿Cómo entró?”
No lo dudó ni un segundo. Tomó su bicicleta y salió de allí, invadido nuevamente por un frío que se le metía por la espina dorsal. Era tal el nerviosismo que sentía, que se cayó. Quedó boca abajo encima de su velocípedo. Se volteó para poder levantarse y su terror aumentó al ver a la niña mirándolo desde la entrada de la casa. Sintió terror acompañado de deseos de llorar. Se levantó, agarró su aparato del volante y volvió a montarse. Alcanzó la carretera principal. Un poco más adelante alcanzó a ver la cascada y se detuvo sin saber qué hacer. Prefirió seguir por el lado más alejado; ni siquiera volteó a mirar la caída de agua. Llegó a la bajada y pedaleó casi hasta reventar. Cuando alcanzó las primeras casas de la ciudad, se sintió aliviado y más seguro. Llegó a su casa cansado, sediento, hambriento y nervioso.
_Hola. –Dijo como saludo. Sus padres se miraron-
_ ¿Le pasó algo? –Preguntó su madre-
_Pasé el susto de mi vida. –Les relató lo sucedido de manera bien detallada-.
_Hijo, -añadió su padre- si me hubiera dicho que quería ir hacia allá, lo hubiera detenido. Ese sitio tiene fama. Allí ocurren cosas muy extrañas. Usted conoce a Gonzalo Tapias, un compañero de trabajo.
_Claro.
_Pues él es uno de tantos que han sido víctimas en ese sector. Cuenta que en cierta ocasión iba en su vehículo, cuando el indicador de temperatura casi llegaba al punto máximo. Para evitar que el motor se fundiera, se estacionó y, tomando un botilo, salió a buscar agua. La cascada estaba a unos cuantos metros. Llegó hasta allí. Dice que es un sitio silencioso. Que no se escucha ni el canto de un pájaro. Con trabajo se dedicó a llenarlo; cuando ya casi estaba al tope, escuchó la voz de una joven que le preguntaba:
_ “¿Se le varó el carro?”
Gonzalo se asustó con solo escuchar la voz y volteó a mirar sin que pudiera encontrar a nadie. En ese momento, una risa burlona llenó el sector. Buscó con la mirada y, al levantarla, vio a una muchacha suspendida a unos tres metros en medio de la cascada, sin sostenerse de nada. Salió de allí corriendo hasta llegar a su carro. Se encerró por un largo rato tratando de tranquilizarse. Cuando pudo dominar el miedo, encendió el motor y se bajó a llenar el radiador. Al terminar, siguió su marcha a buena velocidad para pasar por allí cuanto antes. Volteo a mirar a la cascada; no había nadie; mas al volver la vista a la carretera, se encontró con que la niña estaba parada en toda la mitad. El no alcanzó a frenar y se le fue encima. Sintió con toda claridad cuando la llanta delantera del carro pasó sobre el cuerpo. Hundió el freno hasta el fondo haciendo que las llantas se arrastraran. Se bajó inmediatamente a mirar por debajo del mismo: No había ningún cuerpo ni allí ni atrás. Se montó nuevamente y siguió conduciendo muy asustado. Al llegar a San Carlos comentó con alguien lo sucedido. Se enteró, entonces, de que allí sucedían casos inexplicables. Según dicen, en ese lugar fue atropellada una niña que vivía un poco más abajo de la cascada. Sus padres abandonaron su terreno. Desde entonces, la niña asusta a los transeúntes.
_¡Papá, me hiciste poner la piel de gallina!
FIN
Autor: Hugo Hernán Galeano Realpe. Derechos reservados.