el derrumbeEdgar desayunaba aprisa acompañado de su esposa cuando escuchó el pito del pequeño campero. Sus tres compañeros aguardaban. Se despidió muy cariñoso de su mujer con un apasionado beso. Ella dibujó tres cruces en el aire dirigidas a su amado. Ese día tenía que viajar nuevamente hasta un pueblo cercano al occidente del departamento de Nariño, cuya carretera no era nada segura debido a que, además de ser angosta, no tenía asfalto y, para completar, abundaban los precipicios. El más profundo de ellos, se llamaba “La Buitrera” debido a la existencia de buitres. En ese sitio se había contabilizado una gran cantidad de accidentes de los cuales no se tenía conocimiento de alguien que, después de rodar hasta allí, saliera con vida. La Defensa Civil tenía que ingeniárselas para rescatar los cadáveres desde aquella profundidad.

Partieron a eso de las ocho de la mañana muy optimistas sin siquiera imaginar que serían protagonistas de un terrible suceso. La carretera serpenteaba al frente del vehículo por el filo de la cadena de montañas. Los ocupantes conversaban combinando la charla con el humo de los cigarrillos. En eso, uno de ellos dijo:
-Este frío se nos va a meter hasta los huesos. Por aquí traigo un “aguardientico” para echarnos una “pringadita” que nos reanime un poco. –Y sacando la botella la hicieron circular tomando sendos bocados a “pico de botella”. Cuando le ofrecieron al conductor, éste dijo:
-No, gracias. No es bueno mezclar el alcohol con la gasolina.
-Pero si nadie le dice que se emborrache! Solamente que se tome un trago pa’l frío! –Todos corearon la invitación, y este aceptó. Después de colocarse un buen trago entre pecho y espalda, dijo:
-Por cierto que está muy bueno! Y si uno no me hace mal, el otro tampoco. –Y se repitió la dosis sin soltar el volante- Salud! –y siguieron su camino.

Minutos después llegaron al sitio en el cual la infaltable neblina hizo su aparición. El conductor se vio obligado a encender las luces adecuadas para esa situación. A lo lejos alcanzaron a distinguir la silueta de dos personas que levantaban los brazos. Más por educación detuvo el vehículo, puesto que no había espacio para una persona más.
-Lo siento –dijo el conductor antes de que los hombres dijeran nada.- No llevo espacio.
-Háganos el favor. Yo voy hasta por aquí cerca. Y creo que el señor también. Podemos irnos parados en el guardachoque trasero. –Uno de los hombres miró hacia el interior del campero.-
-Ah! Pero si es don Edgar!
-Cómo está? –preguntó el interpelado, y codeó al conductor-
-Está bien, siempre y cuando no vayan tan lejos. Agárrense bien!

Los hombres se subieron y siguieron el consejo del conductor: se agarraron fuertemente de las varillas que sostenían la carpa del campero. Así recorrieron como cinco kilómetros hasta llegar a “La Buitrera”, mas al dar una curva, una de las llantas cayó en un bache considerable, lo que hizo que el vehículo se inclinara a un lado y se sacudiera con fuerza al salir de él. Uno de los dos hombres que iban parados en la defensa trasera se soltó y cayó sentado en la carretera. Lanzó una maldición. El conductor frenó en forma un tanto brusca tratando de controlar el vehículo, pero éste se deslizó hacia el borde cayendo por la pendiente dando volteretas. El primero en salir disparado hacia la profundidad fue el otro hombre de la defensa trasera. Luego lo siguió uno de los que iban sentados en las bancas laterales y después el otro. Los de adelante estaban protegidos por los cinturones de seguridad y así continuaron dentro del vehículo.

Como cosa de milagro, en el centro de la pendiente, surgió un árbol que detuvo el avance del carro entre sus gruesas ramas. Por un instante el campero quedó bamboleándose como decidiendo si seguir su camino o detenerse. Segundos después, se quedó quieto. Edgar y el conductor seguían sujetos por las correas que los ataban a sus respectivas sillas. Habían perdido el conocimiento.

Después de un breve momento Edgar abrió los ojos haciéndose cargo de la situación. Llamó varias veces a su compañero tratando de no moverse mucho. Al fin el conductor recobró el sentido.
-No te muevas! –dijo. El hombre miró alrededor. Su nerviosismo le hizo lanzar una exclamación:
-Dios mío!
-Cálmate. Parece que nos atoramos en un árbol, pero si nos movemos el carro rodará hasta el abismo. Debemos quedarnos quietos por si alguien puede darse cuenta del accidente y pide ayuda para rescatarnos.
-Y… los demás?
-Debieron haber salido despedidos en algunas de las volteretas… Te encuentras bien?
-Fuera de los golpes en todas partes, creo que no tengo nada serio. Por lo menos no siento dolor que lo indique. Y… tú?
-Puedo decir lo mismo. Gracias a Dios y a quienes inventaron los cinturones de seguridad.

El tiempo pasaba y no se sentía nada que les indicara que alguien iría a rescatarlos. Los nervios empezaron a apoderarse de los hombres, especialmente del conductor.
-Creo que voy a llorar!
-Debes controlarte. Hay que tener paciencia. Si quieres llora, pero sin moverte. Además, nada sacamos con atormentarnos.
-¡Nadie va a venir por nosotros!
-Te repito que por ningún motivo debemos movernos. Con cualquier movimiento podemos hacer que el carro se precipite nuevamente al vacío.
-¡Creo que debemos hacer algo! Por lo menos gritar!
– Dudo que alguien te escuche. Esto es muy profundo

Los gritos de auxilio del conductor se escuchaban seguidos de sus ecos lastimeros. Así permanecieron varios minutos hasta que el conductor dijo:
-Tenemos que salir de aquí! Debemos subir la pendiente! Si nos quedamos no tenemos esperanza de salvación! Nadie va a vernos desde allá arriba! La niebla es muy espesa!
-Puede que tengas razón en parte, pero no creo que sea posible escalar y alcanzar la carretera con sólo las manos y los pies!
-Si tú no lo haces, yo si me voy. No quiero esperar sentado a que se oscurezca y no podamos hacer nada!

Y dicho esto, se desabrochó el cinturón muy cuidadosamente; luego, tomándose de la varilla de amarre de la carpa, trató de izar su cuerpo. La puerta se había desgajado.
-¡No lo hagas! -alcanzó a gritar Edgar- En ese momento el vehículo se movió peligrosamente. El conductor, aunque trató de agarrarse, se fue al vacío lanzando un desesperado grito. Lo único que consiguió fue que el vehículo se inclinara hacia ese lado y continuara su descenso pasando por encima de su cuerpo. Se escuchó otro grito aterrador cortado por el peso del campero. Edgar perdió nuevamente el conocimiento.

Era bien avanzada la tarde cuando comenzó a recobrar el sentido. Se sentó despacio sintiendo que la cabeza se le estallaba. Paseó la mirada por el rededor y lo que sus ojos descubrieron no fue nada halagador: El cuerpo del conductor estaba a unos pocos pasos. Edgar se levantó y se acercó hasta él.
-Gerardo!, Gerardo! –llamó inútilmente-.

Gerardo estaba muerto. Tenía una herida en la cabeza de la cual aún manaba sangre. Nervioso, buscó con la mirada al resto de sus compañeros. Fue descubriendo uno a uno relativamente cerca. Se acercó a cada uno de ellos. Todos estaban muertos. Lo invadió una impotencia terrible, un miedo espantoso, una soledad infinita. Sintió un nudo en la garganta y no pudo evitar el llanto. Lloró como un niño durante un largo rato. Luego poco a poco se fue calmando. Milagrosamente estaba vivo, aunque salir de allí sin ayuda sería imposible. Levantó su vista hacia la imponente y vertical montaña para descubrir que en las ramas de los árboles circundantes se hallaban varios buitres mirándolo curiosamente esperando a que cayera para empezar su festín. El comprendió su intención. Se levantó y en un gesto de desafío les gritó:
-¡Malditos! No les voy a servir de comida! Me escuchan? ¡No sé cómo lo haré, pero voy a salir de aquí! –Fue tal el grito, que una de las negras aves, asustada, emprendió el vuelo seguida de otras, para ir a posarse en un árbol más distante en donde aguardar pacientemente.

El hombre se pasó el dorso de la mano por los ojos con energía y comenzó a escalar la pendiente agarrándose como podía de la roca y la escasa maleza. Haciendo un gran esfuerzo llegó a subir unos cuantos metros, pero, para su mala suerte, se apoyó en una piedra falsa y se resbaló.

En su descenso trató de mantenerse en forma vertical aferrando pies y manos en la dureza de la piedra, y así llegó hasta donde había empezado. Lanzó un grito impregnado de una furia incontenible. Se miró las manos para darse cuenta de que varias uñas se le habían desprendido. Más no se daría por vencido. Llegaría a la carretera así tenga que subir y subir mil veces.

Haciendo acopio de su fortaleza moral y física nuevamente emprendió el ascenso. Esta vez llegó mucho más arriba. Se agarraba de cualquier saliente, rama, o de lo que podía. Estiró su brazo y su mano se cerró sobre… un zapato. Levantó la cara: era una pierna. Había alguien allí? Miró con ansiedad. No… la pierna estaba sola, sangrante. Había sido cercenada de alguno de sus compañeros. Sintió un profundo escalofrío. Al soltarla perdió el equilibrio y volvió a caer, con tan mala suerte que su cabeza golpeó contra un morro. Allí quedó nuestro amigo totalmente quieto.

Mientras ésto sucedía en la soledad de la carretera, el hombre que cayó del vehículo antes de que se fuera al abismo, haciéndose cargo del accidente, comenzó a caminar apresuradamente para salir de aquel sitio tan peligroso cubierto por la espesa neblina. De pronto, sintió el pito de un carro y, al girar, se encontró con las luces rompenieblas del mismo. Desesperado, levantó los brazos agitándolos tan rápido como podía para llamar la atención. Sería tal su estado anímico que el automotor paró inmediatamente. El hombre corrió por delante para situarse junto a la ventanilla del conductor.
-¡Hubo un accidente! Un campero en el que viajaban varias personas cayó hacia el abismo!
-Está seguro? –preguntó el hombre-
-¡Completamente! En la curva anterior!
-Regresemos para que nos señale el lugar en forma exacta y ver qué se puede hacer, aunque lo dudo mucho.

Como era de esperarse, la niebla impedía ver el menor rastro del accidente.
-Creo que será mejor que lleguemos hasta el pueblo y allí se dirija a la policía para que les informe sobre lo ocurrido.

Dos horas después, en la Estación de Policía, el hombre relataba los hechos a las autoridades.
-Cuántas personas había?
-No estoy seguro de si eran tres o cuatro, y un hombre que se subió al carro conmigo. Me lo encontré en la carretera, pero no lo conozco. Creo que son cuatro en total, todos hombres. Entre ellos estaba Don Edgar, el que está trabajando como revisor, y los demás serían sus compañeros. Ustedes deben conocerlos.
-¡No me diga! Habrá que telefonear a la familia, aunque eso será cuando regresemos de realizar la verificación del hecho. –El agente redactó el informe, e inmediatamente reclutaron a cuanto voluntario se pudo y se dirigieron al lugar de los acontecimientos; para ese entonces, las sombras de la noche empezaban a apoderarse del lugar.
-¡Es inútil! Será mejor que regresemos mañana bien temprano. Hoy ya no podemos hacer nada. De todas maneras los cadáveres no se van a ir de allí. –dijo en tono jocoso el representante de la ley-

Al día siguiente comenzaron la tarea de rescate. Debido a lo profundo del lugar, y basados en la experiencia, tenían implementadas unas bases de gruesas tablas sostenidas por cuatro cuerdas lo suficientemente fuertes y largas, al estilo de los andamios que se utilizan para limpiar las ventanas de los edificios de las grandes ciudades, de tal manera que de cada una de ellas, se aseguraban la siguiente hasta llegar al fondo.

Encontraron en total cuatro cadáveres. Ya las aves de rapiña habían hecho mucho estrago sobre ellos, dejando sus rostros irreconocibles. Sus estómagos también habían sido presa del hambre de los animales. Los amarraron en mantas y comenzaron a subirlos. Cuando terminaron su tarea y recogieron todo lo utilizado en aquella labor, agradecieron al testigo quien argumentó que tenía que marchar a su casa, y emprendieron el regreso al pueblo. Una vez allí, se comenzó por tratar de reconocer los cadáveres, ayudados por los documentos encontrados en sus ropas. Ninguno de los tres anteriores era “don Edgar”. Solamente faltaba uno por reconocer. Este no tenía documentos. Así, pues, la deducción era lógica. Aquel cuerpo tenía que ser el del revisor. Ahora venía la tarea más difícil: comunicar el hecho a los familiares.

Fueron localizados poco a poco, e invitados a hacer el viaje al pueblo para efectuar el reconocimiento. La esposa de Edgar llegó acompañada por uno de sus hermanos. Siguiendo al agente, se acercó hasta la mesa en donde se hallaba el último de los cadáveres cubierto por una sábana.
-Señora, lamento decirle que su esposo está irreconocible. Los animales… Usted entiende, pero es un requisito con el cual debemos cumplir.

La mujer levantó la sábana por la parte superior y al mirar aquel desfigurado rostro cuyos ojos ya habían desaparecido, no pudo aguantar y las piernas se negaron a sostenerla sufriendo un desmayo. No alcanzó a caer gracias a la oportuna intervención de su hermano. Inmediatamente fue colocada en una camilla para brindarle los primeros auxilios.
-Creo que la tarea de reconocer a su cuñado le corresponde a usted, señor. –dijo el oficial-
-Yo no quiero ver el cadáver! –respondió el interpelado.- Si ya identificaron a los compañeros y sabemos que en el campero solamente venían los cuatro, necesariamente el cuarto es Edgar. Es mejor que nos diga qué papeles hay que hacer para poder llevárnoslo y darle cristiana sepultura.
-Ante todo debe firmar el acta de reconocimiento y entrega del cadáver.

Al terminar la tarde llegaron a la ciudad con el cuerpo ya ubicado en el ataúd. No habían querido que éste tuviera ventanilla debido al mal estado del rostro. En el hospital lo habían preparado de la mejor manera para evitar el mal olor. En la casa todo estaba dispuesto para el velorio y todos los familiares y parientes se encontraban reunidos esperando el féretro. Al llegar fue colocado en la mesa acondicionada para el efecto en el centro de la sala con los consabidos cuatro cirios y un mantel blanco. En medio de sollozos de unos, gritos y desmayos de otros, comenzó el rezo. Los rosarios iban uno detrás de otro hasta que llegó la media noche. Inesperadamente unos estruendosos golpes azotaron la puerta de entrada. Todos los presentes tenían los nervios de punta y saltaron al escucharlos. Por un instante nadie se levantó a abrir, hasta que Guillermo, uno de los dolientes y amigo íntimo del difunto, reaccionó y lo hizo. Ante él apareció un hombre maltrecho, sucio, con la cara llena de rasguños y la ropa desgarrada. Guillermo quedó congelado y con los ojos a punto de brotarse de los párpados. A duras penas de sus aterrados labios brotó un nombre:
-Edgar!
-Guillermo.

Su mujer, toda vestida de negro, en ese instante tenía la boca abierta de la que no pudo brotar el espeluznante grito, y los ojos abiertos tan grandes como dos pelotas de ping pong; estos se fueron cerrando lentamente a causa del desmayo que siguió a la entrada del recién llegado quien, sin darse cuenta de lo que al otro lado de la sala le ocurría a su esposa, miró espantado el ataúd.
-¿¡Quién falleció!? –preguntó, pero nadie se atrevió a contestarle. Guillermo reaccionó y se lanzó abriendo los brazos-
-¡Edgar! ¡Gracias a Dios estás vivo! –El murmullo se aumentó inmediatamente y todo el mundo quería abrazar a Edgar. Este, al descubrir a su mujer desmayada, rechazó las muestras de afecto y corrió hacia ella.
-Mi vida! Aquí estoy! Soy yo! Despierta!
-Aaah! –Abrió los ojos lentamente y miró a un lado y otro- Qué pasó?
-Te desmayaste, mi amor! –La mujer se quedó mirando a su esposo por unos segundos y exclamó:
-No estás muerto! Gracias Dios mío! –Ella, sin importarle el mugre y la sangre seca que adornaba la cara de su esposo, lo besó por todo lado.

Siguieron los abrazos, las preguntas, y luego, después de haber satisfecho su curiosidad, uno a uno, los presentes fueron despidiéndose, hasta que Edgar y su esposa se quedaron solos en la puerta con el cofre a sus espaldas. Fue en ese momento cuando ella dijo:
-Mi amor… y …él..? Era el único cadáver que quedaba y creímos que eras tú! –Edgar se acercó a mirar al difunto. Lentamente, levantó la tapa. –Creo que es uno de los hombres que recogimos en la carretera!
-Qué vamos a hacer con él?
-Tendrá que quedarse aquí por esta noche y mañana daremos aviso a las autoridades. Te incomoda?
-No puedo evitar sentir cierta…impresión.
Vamos a nuestra alcoba. Tengo que pegarme un buen baño.
-Yo no me quedo sola. Entro contigo!
-No seas bobita. Los muertos no hacen nada. Pero si así lo quieres…

Después de que el reaparecido se aseara, comiera algo y su esposa le vendara los dedos sin uñas, la pareja se fue a la cama. Tardaron varios minutos en dormirse conversando detalladamente sobre lo ocurrido, y luego quedaron dormidos; Sin embargo mientras Edgar lo hacía profundamente, Rosa tenía un sueño intranquilo. De pronto, abrió los ojos bruscamente como si algo la hubiera despertado, aunque no sabía exactamente qué. La tenue luz que entraba por la ventana, iluminaba a medias la habitación. Sintió un poco de frío y miedo. Trató de darse vuelta cuando sintió la presencia de alguien junto a ella. Con cierto temor, volvió la cabeza hacia ese lado y… lo vio. El hombre estaba rígido, parado junto a la cama “mirándola” con las cuencas vacías. Por un segundo quedó muda y sacando fuerzas de donde no las tenía, giró para abrazarse a su marido lanzando un desesperado grito de terror. Edgar se despertó asustado.
-Qué pasó, mi amor?! –su mujer apenas si podía hablar-
-El estaba aquí!
_Quién?!
-El muerto! –Para ese entonces, ya su esposo había encendido la luz.
-Tal vez tuviste una pesadilla! Mira, no hay nadie!
Mas, en ese instante, se escuchó unos pasos lentos bajando las escaleras. Ellos, afinaron el oído. Los pasos llegaron hasta la sala; luego, escucharon el ruido similar al de un cajón al cerrarse.

FIN

Autor: Hugo Hernán Galeano Realpe. Derechos de autor reservados.