Armonio y manos huesudas

Don Gerardo, un hombre quien, a esas alturas de su vida luchaba por pisar el umbral de la novena década, hizo su entrada a la iglesia del pequeño pueblo de San Propercio, (según dicen, protector de los testarudos), unos pocos minutos antes de que el sacerdote desfilara desde la sacristía, precedido por uno de sus dos monaguillos: un niño que hacía sonar la campanilla, y seguido por el otro, que a cada paso balanceaba las tres cadenas que sostenían el incensario. Don Gerardo se sentó en el pequeño banco, pedaleó e hizo sonar el armonio estruendosamente, con el fin de darle al acto eclesiástico toda la atención, el respeto y el carácter litúrgico que correspondía. Los feligreses se pusieron de pies.

El sacerdote comenzó la eucaristía acompañado de los devotos asistentes, quienes en los momentos indicados respondían a las ya memorizadas plegarias y oraciones del pastor, y entonaban los cánticos que don Gerardo comenzaba con su metálica voz carente de matices, por cierto.

 La ceremonia continuó acercándose al final. Mas, en el momento en que se debía entonar el “Sanctus”, las notas musicales del armonio no se escucharon. El cura dirigió su mirada a su derecha,  al lugar donde estaba localizado y, al ver a don Gerardo agachado sobre él, entonó el cántico seguido, afortunadamente, por los asistentes.

_ “Pobre hombre –Pensó-  a su edad, se duerme en cualquier parte.” –y se dirigió a uno de los monaguillos:

_Ve y despiertas a don Gerardo.

 El muchacho se acercó hasta el hombre, lo movió un poco y le susurró al oído:

_ ¡Don Gerardo, despierte!

Al ver que no despertó, volvió a su sitio girando su cabeza en sentido negativo. En Unos minutos, la ceremonia llegaba a su fin:

 _La bendición de Dios, Padre…  –Decía  el religioso despidiendo a los feligreses.-

La iglesia poco a poco quedaba desocupada. En ese instante, un hombre se acercó hasta el armonio a ver qué le ocurría a don Gerardo. Al comprobar su estado, se dirigió a grandes zancadas hasta el altar, cuando ya el sacerdote se disponía a marchar hacia la sacristía.

_ ¡Padre! ¡Espere!

_ ¿Qué sucede?

_Don Gerardo está… muerto.

 El siervo de Dios se acercó hasta el cadáver y, mientras los monaguillos salían a buscar a un agente de policía, comenzó a decir algunas oraciones, coreado por los últimos curiosos que habían quedado. Luego, el cuerpo fue trasladado al puesto de salud en donde se expidió el acta de defunción.

 Debido a que Don Gerardo no tenía parientes conocidos, los gastos del entierro  fueron compartidos por la iglesia y la alcaldía.

En los despachos de la casa cural y de la alcaldía, se había colocado sendos avisos en los cuales se ofrecía el empleo para remplazar al difunto don Gerardo; sin embargo nadie se había presentado por el cargo.

Aquella noche se efectuaba el último  rezo del novenario por el descanso de su alma. Varios de los vecinos del pueblo se habían dado cita. La escasa iluminación de las lámparas y velones de la iglesia le daban un aspecto por demás lúgubre.  En el momento en que el padre agradecía la asistencia a los presentes y, cuando levantó su brazo derecho para hacer la señal de la cruz y decir el acostumbrado “Podéis ir en paz”, el armonio comenzó a sonar, haciendo que los presentes detuvieran su marcha y voltearan a mirar sobresaltados; sin embargo, descubrieron que no había ninguna persona sentada ante el instrumento. El hecho incrementó el nerviosismo.

 Se escuchó un murmullo de susto. La gente empezó a caminar apresurada hacia la salida. Al fin, únicamente quedaron el sacerdote y el sacristán, mirando hacia el aparato musical que poco a poco cesaba de emitir las notas hasta quedarse mudo. El sacristán se hizo la señal de la cruz, volteó a ver al capellán y con terror, le pidió:

_Padre, ¡por favor, acompáñeme a cerrar la iglesia!

_Tan viejo y tan “flojo”. –Respondió éste, tratando de disimular su temblorosa voz.-

 Atravesaron la iglesia, sintiendo cómo el miedo se metía como una corriente de frío en sus espaldas. Cada paso retumbaba en la vacía estancia. El pánico les hacía sentir exageradamente largo el trayecto. Cerraron las pesadas hojas y colocaron el pasador y un pesado candado. Volvieron. Cuando lograron alcanzar la  sacristía, accionaron el interruptor que cortaba la energía del interior de la iglesia. Al caminar hacia la puerta que comunicaba con la casa cural, ninguno de los dos hombres pudo evitar mirar hacia el armonio. Ambos, se sobresaltaron al descubrir la presencia de una figura parada junto a él.

_Padre, -añadió el sacristán- Allí está don Gerardo!

_ ¡Cómo se te ocurre decir eso! Ese hombre ya está muerto. Son ideas tuyas! ¡Yo no veo nada! –Respondió el religioso,  sintiendo que las piernas se negaban a sostenerlo. Sacando fuerzas de donde no las tenían, consiguieron aligerar el paso y salir de allí.-

Al llegar a la sala de la casa cural, se dirigió al sacristán:

_Como te veo muy nervioso, te voy a invitar a que te tomes un vino.

_Gracias, padre. De verdad lo necesito. Me lo tomo y me voy antes que me coja la media noche.

Al quedar solo, el párroco se dispuso a irse a la cama, pero se llevó consigo la garrafa de vino de consagrar, para ayudarse a calmar los nervios. Después de colocarse su ropa de dormir, se metió en su cama y se sirvió vino en forma generosa, vaso tras vaso. Ya un poco mareado, tartamudeó unas oraciones y se quedó dormido.

Un poco antes de las cinco y media de la mañana, el sacristán ya se hallaba en la casa cural  degustando un delicioso café, brindado por la señora asistente doméstica del sacerdote. De pronto, dijo:

_Hora de hacer el primer repique de las campanas. Gracias por el café. Ya vuelvo.

 Entró en la iglesia por la puerta interna. A esa hora, todavía reinaba dentro una completa oscuridad. Cruzó hacia la sacristía con los nervios de punta, sin mirar hacia el lugar en donde se hallaba ubicado el armonio. Se ayudó con su linterna para encender la luz, y siguió con dirección al pie de la torre en donde estaban las cuerdas de las campanas. Tiró de ellas y empezó a escuchar su sonido. Según las órdenes del padre, las puertas se abrirían faltando cinco minutos para las seis, después del tercer repique; así que regresó por donde vino evitando nuevamente mirar hacia el lado izquierdo. Tenía un miedo profundo de volverse a encontrar con la figura de don Gerardo junto al armonio, como la noche anterior, y peor, aún, estando solo.

 Faltando cinco minutos para las seis de la mañana, dio el tercero y último repique y, acto seguido, abrió las puertas de la iglesia. Para su fortuna, ya había unas pocas personas esperando para entrar. _Buenos días. Muy bien venidos. –Saludó y siguió detrás. Caso curioso, ninguna persona se sentó cerca del dichoso armonio.

 No se sabe con certeza si lo que afirman los vecinos de aquel poblado es habladuría de la gente o tiene algún fundamento. Pero se dice que en horas de la noche es muy común escuchar, no solamente los acordes del instrumento, sino también, la voz de don Gerardo entonando sus acostumbrados cánticos religiosos. Además, hay quienes aseguran haber visto la figura de un hombre de sus características físicas, parado junto a la puerta de aquella iglesia. De todas maneras, los habitantes prefieren no pasar, en horas de la noche, cerca de aquellas puertas.

Uno de los entrevistados para escribir esta historia, cuenta que un día llegó en el último bus de la tarde, un joven llevando, colgada al hombro, una funda negra en la que cargaba su organeta. Se presentó ante el párroco para ofrecer sus servicios. Después de escuchar su melodiosa voz y comprobar sus habilidades como músico, fue contratado.

 El armonio fue retirado a un cuarto en el que se guardaba las imágenes y estatuas de los diferentes pasos de Semana Santa, puesto que, en su lugar, se colocaría la organeta; en la pared más cercana, se mandó instalar un enchufe en donde se la pudiera conectar.

 Cuando ya estuvo todo listo, se celebró la primera misa, acompañada con un excelente sonido y una voz armoniosa que demostraba una preparación académica exhaustiva. Sin embargo no fue por mucho tiempo. Según palabras de la secretaria, el joven músico tuvo un encuentro muy desagradable. El día sábado siguiente a su llegada, aquel muchacho quiso llegar a la misa de las seis de la tarde muy bien preparado y ensayar otros cánticos religiosos un poco más modernos. Llegó con su organeta y comenzó su labor. Estaba concentrado en su ensayo, que no se dio cuenta de la presencia de alguien frente a su instrumento. Lo primero que vio, fue unos largos y huesudos dedos sobre el tablero. Dejó de tocar y levantó la mirada. Un hombre alto, muy delgado, viejo y canoso, lo miraba fijamente.

_ ¡Buenas tardes, señor! … ¿Lo… puedo ayudar en algo? –Dijo un tanto nervioso-

El hombre simplemente le dijo con voz destemplada:

_ “¡Tú me estás quitando mi trabajo. Yo soy quien toca el armonio en esta iglesia” “¡Debes irte!” “¡Ya!” –Sin apartar su mirada del joven, la figura del hombre se fue tornando borrosa hasta desaparecer por completo.-

 Fue tal el impacto y el pavor tan intenso que le produjo, que guardó sus partituras, desconectó y empacó su organeta y salió hacia la casa cural, reflejando en su desencajada cara, el atroz miedo que lo invadía.  Fue atendido por la secretaria.

_ ¿Qué se le ofrece? …  ¿Le pasa algo?

_ ¿Puedo hablar con el padre?

_No se encuentra. Está ayudando a “bien morir” a una anciana.

_Por favor dígale que no puedo seguir trabajando. Me marcho.

_Y ¿Puedo saber la razón?

_Pues… voy a contarle la verdad. –Le relató lo sucedido con lujo de detalles.-

_Y dice que el hombre era alto, flaco, viejo y canoso?

_Si, así es.

_ ¡Don Gerardo!_Tal como usted lo describe era el señor que tocaba el armonio. Se llamaba Gerardo.

_Y ¿Qué pasó con él?

_Murió un día durante la celebración de la eucaristía.

_¡Noo! Voy por mis cosas. Por favor, me despide del padre.

 FIN

 Autor: Hugo Hernán Galeano Realpe. Derechos reservados.