Serían las cinco de la tarde cuando Santiago salía del pueblo a donde había sido enviado a cumplir con una agenda de trabajo planificada para dos días. La tarde comenzaba a declinar. Estaba feliz porque había logrado terminar en uno solo. Esto le permitía, en primer lugar, dormir en su casa y descansar el siguiente día; y, en segundo lugar, economizarse un dinero.

Mientras enfrentaba las curvas de la carretera y cantaba las melodías que escuchaba en el radio de su campero, miraba cómo la tarde se iba tornando gris y las sombras invadían poco a poco el lugar. Encendió las luces bajas. De pronto, después de una de tantas curvas, apareció aquella mujer a la orilla y agitando su mano tratando de insinuar al conductor que parara. El, se estacionó un tanto más allá. La mujer dio la vuelta hasta el lado del conductor. Lucía extremadamente pálida. Santiago le preguntó:

_ ¿Le pasó algo?

_ Mi carro no quiere prender. Por favor, ¡Ayúdeme!

_Pero… ¿En dónde está?

_Un poco más adelante, entrando por una desviación de la carretera.

_Suba.

La pálida mujer se sentó junto a él, arreglando su vestido azul claro que contrastaba con su cabello largo y negro. A simple vista se notaba que no quería hablar. Al dar otra curva. Dijo:

_ ¡Por aquí a la derecha!

Era un camino estrecho. A lado y lado de su iniciación estaban las dos rejas apoyadas sobre unos arbustos. En el centro, el pasto había crecido mucho. El hombre siguió despacio adentrándose en el sendero.

_ ¡Allá está! –Dijo ella señalando al carro que, al parecer, se había salido de la angosta vía con dirección hacia la carretera, para ir a detenerse sobre un grueso árbol-.

El hombre se bajó y dio la vuelta para abrirle a la joven, pero ella ya había salido y caminaba hacia el carro. De pronto se detuvo y miró a Santiago esperando que siga adelante  y se hiciera cargo de la situación.

Cosa rara, pero el pasto había tomado altura por el rededor del automóvil; esto significaba que ya llevaba algún tiempo allí. Trató de decirle lo que pensaba a la joven, pero no la vio por ningún lado. Se acercó un poco más, y lo que miró dentro, le hizo dar un apagado grito. Sobre el volante del auto estaba inclinada una mujer de pelo largo y con la misma vestimenta azul que llevaba la joven que le había pedido ayuda, aunque un poco descolorida. Con las piernas temblorosas por el miedo, trató de correr para escapar de allí. Al llegar al camino, el nerviosismo le amarraba las piernas, lo que hizo que se enredara y se cayera. Se levantó como pudo y se dirigió a su carro. Entró en él e intentó prenderlo. El motor respondió con facilidad. Dio reversa y siguió adelante para alcanzar la carretera. El trayecto se le hizo eterno. Mas, al llegar al lugar por donde habían entrado, se encontró con que la reja estaba cerrada. Una gruesa cadena se envolvía uniendo las dos puertas.

_ ¡Cómo puede ser posible, si sólo hace un momento que entramos por aquí!

Con todo el temor, se bajó del carro, no sin antes mirar hacia atrás. Imaginaba que en cualquier momento iba a aparecer la mujer que le pidió ayuda. Llegó hasta la reja. La cadena, se veía oxidada como si llevara mucho tiempo sin quitarse. Pensó con rapidez. No había de otra: Volvió al campero, sacó unos guantes gruesos de la gaveta y se los colocó. Acto seguido, haló el gancho del cable enrollado en el motor sobre el guardachoques, y lo engargoló sobre la cadena. Se subió al auto, lo retrocedió unos dos metros, colocó el freno de mano  y encendió el motor que comenzó a girar atrayendo hacia si el cable. La cadena se rompió con facilidad. Nuevamente se bajó y abrió las puertas. Una vez fuera, cerró nuevamente las puertas, siempre mirando hacia dentro de lo que debía ser una finca, con miedo. Ahora sí, se iría a su casa y se olvidaría de lo ocurrido. Sin embargo, al cruzar a la derecha, en medio de la calzada, y a unos cinco metros, estaba la misma joven mirándolo como  si quisiera impedir que siguiera a ese lado. Santiago s asustó tanto, que giró hacia la izquierda y tomó la dirección del pueblo de donde había salido hace poco tiempo. Le metió el acelerador y miraba por el espejo retrovisor cómo la mujer quedaba cada vez más lejos Al llegar a la curva, para su fortuna, desapareció de su vista.

Unos minutos después, aparecieron las primeras calles de aquel pueblo. A uno de los lados estaba el puesto de policía. Sin haberlo planeado, se estacionó en frente de éste y entró con decisión.

_Buenas tardes.

_Buenas tardes, aunque creo que ya son noches. ¿En qué lo puedo servir?

_Señor agente… No sé cómo empezar, porque creo que lo que tengo que contarle es difícil de creer.

_Lo escucho.

Santiago le relató lo ocurrido. El agente lo miraba con cara de incredulidad. Pero cuando le habló de la mujer que estaba muerta sobre el volante, cambió su expresión.

_Bueno, usted sabe que tendrá que acompañarme. A partir de este momento, queda inmerso en la investigación.

_Estoy para colaborar en lo que pueda.

Esa misma noche, el cuerpo de la joven fue trasladado hasta la sede de Medicina Legal. Santiago tuvo que quedarse en el hotel que había cancelado no menos de seis horas. Al día siguiente fue excluido de toda sospecha. Por coincidencia estuvo saliendo de esa población a la misma hora del día anterior. Se sentía muy contento de haber podido colaborar para que aquella joven pudiera recibir un entierro decoroso. Mientras pensaba en ello, nuevamente miraba cómo las sombras cubrían el lugar. No pudo evitar sentirse un tanto nervioso al llegar a la curva en donde encontró a la joven que le pidió ayuda. Aceleró su vehículo, sin embargo, el motor se revelaba a avanzar como él deseaba. De pronto, en el mismo lugar, a la orilla de la carretera, estaba aquella joven agitando su mano haciéndole señas para que parara. El hombre trató de esquivarla y hundió mucho más el acelerador; mas, sin causa aparente, el campero perdió fuerza haciendo que disminuyera la marcha, para quedarse varado exactamente en frente de la mujer. El terror que lo embargó fue indescriptible. Los brazos se le erizaron, un frío exagerado invadió todo su cuerpo. Ya no pudo moverse y la impotencia se adueñó de él. Por el contrario, ella lo miró con dulzura y en sus labios se dibujó una sonrisa angelical. Inesperadamente, el miedo fue desapareciendo. La joven levantó una de sus manos y la agitó de un lado a otro en señal de despedida, mientras su imagen se desvanecía. Todo su ser se llenó de alegría. Abrió la llave de su campero que respondió sin problema alguno y siguió hacia su amada Bogotá.

FIN

Autor: Hugo Hernán Galeano Realpe. Derechos reservados.