El bus tipo escalera seguía trabajosamente aquella estrecha carretera destapada, sin ninguna clase de señalizaciones, llena de huecos, baches, y curvas, que hacían más demorada la llegada a aquel pueblito de “San José”, perdido en el lugar donde se forman las tres cordilleras al occidente colombiano.
Inesperadamente, después de una curva, el conductor alcanzó a ver el grupo de hombres de traje verde, al estilo militar, formando un cerco de lado a lado de la carretera. Detuvo el bus. Por experiencia sabía que en los bordes de la vía estarían otros hombres ocultos entre la maleza, apuntando con sus armas, por si no obedecían a la orden de “alto” de los primeros. Todos portaban fusiles o ametralladoras. Al centro, un poco adelantado, se hallaba un hombre que debía ser el comandante, delgado y de piernas largas, por lo que, según uno de los pasajeros, lo apodaban “El Zancudo”. Este levantó el brazo derecho con la palma de la mano abierta, haciendo la señal de detenerse.
Todos los pasajeros, al darse cuenta de la situación, palidecieron reaccionando de muchas formas. Algunas mujeres sollozaban, otras rezaban, y no faltaba quienes trataran de esconder su dinero o cosas pequeñas, pero de valor, entre sus prendas íntimas.
Varios de los malhechores, se acercaron.
_Señores pasajeros, muy buenas tardes.
_Buenas tardes. –Contestaron unos pocos-
_Parece que algunos no escucharon mi saludo. ¡Buenas tardes!
_ ¡Buenas tardes! –Respondieron todos, algunos con la voz quebrada por el miedo-.
_Eso está mejor. Nosotros somos un grupo de personas dotadas de muy buenas normas de urbanidad. Por lo tanto esperamos que obedezcan sin remilgos a nuestras solicitudes. En primer lugar, van a bajar del bus todos. Las mujeres van a formar en fila delante del bus y los hombres detrás del mismo. Dos de mis compañeros pasarán con una tula para que ustedes depositen en ella todos sus objetos, como relojes, anillos, gargantillas y dinero en efectivo. Por favor no escondan nada si no quieren que empleemos la fuerza. Si son obedientes, nada les va a pasar.
Dos del grupo estaban ya encaramados encima del bus bajando lo correspondiente a alimentos, mientras los pasajeros llenaban sus pertenencias en las tulas. De la fila de las mujeres, la última era una joven cuya belleza sobresalía entre todas las demás. Tímidamente se quitó el reloj y lo colocó con cuidado sobre las demás cosas.
_Y ¿El dinero? –Preguntó el hombre-
_Mire, señor, yo estoy recién nombrada como enfermera, no conozco a nadie y el poco dinero que tengo es para mi sustento mientras me pagan el primer mes. Por favor, no me lo quite.
_ ¡Hable con mi comandante! –Dijo, mientras hacía señas, llamándolo-
_ ¿Qué pasa?
_La señorita dice que es la nueva enfermera del pueblo y quiere hablar con usted.
_ ¡Hable!
_Como decía al señor, estoy recién nombrada a este lugar. Tengo que buscar un lugar en dónde hospedarme y dónde pagar la alimentación. No conozco a nadie y nadie me conoce. No dispongo de mucho dinero.
_En cuanto a dónde hospedarse, tengo entendido que le darán una alcoba en el puesto de salud. –Y dirigiéndose a su subalterno- ¿Con qué contribuyó? –Preguntó-
_Con un reloj.
_ ¡Entréguemelo!
Se acercó a la enfermera y le dijo:
_Bienvenida, señorita. Tome; en su trabajo le va a hacer falta.
_ ¡Gracias! Fue un regalo de mi mamá.
_ Ah! Es posible que alguna vez necesitemos de sus servicios. –La joven solamente hizo un gesto afirmativo con la cabeza.-
Un momento después, les permitieron subirse al bus y éste arrancó. Ahora, se escuchaba rezos de agradecimiento de unos y maldiciones de otros. Pero todos, sentían un gran alivio de seguir con vida y de que no hayan quemado el bus.
Especialmente los viernes por la noche, los sábados y los domingos, se quebrantaba la paz del pueblo. La gente bebía con exageración. Se presentaban riñas, peleas y desórdenes de toda clase. Los ricachones salían montados en sus corceles a dar vueltas por el poblado demostrando su habilidad para gobernar a sus monturas. A los únicos cuatro policías de la localidad le quedaba muy difícil imponer el orden. El trabajo para el médico y la enfermera se triplicaba. A ésto se sumaba las incursiones que hacían los criminales del grupo para cobrar vacunas en almacenes y tiendas.
Días después, en una de las cantinas departían dos de los gamonales de la región.
_ ¿Ya conoces a Ana Lucía, la nueva enfermera?
_Solamente de vista. Es muy linda, pero parece muy seria.
_Pues dejo de llamarme Wilfredo, si no la conquisto. Mañana le voy a enviar un ramo de flores.
_ Pues, ¡Te deseo mucha suerte!
Desde el día siguiente, desató todas sus artimañas amorosas para conquistarla. Sin embargo, ella, no deseaba tener nada qué ver con nadie y menos con aquel hombre que, por edad, bien hubiera podido ser su papá. Al recibir al mensajero con las flores, le ordenó devolverlas a quien las había enviado, y le pidió el favor de decirle que “se abstenga de enviarle regalos”, lo que enfureció más al gamonal.
Una noche, el cuartel de policía sufrió el ataque del grupo de hombres de la banda. Los cuatro miembros enfrentaron con valentía a los agresores, protegidos por las trincheras de sacos de arena que habían colocado alrededor, y ayudados por el magnífico armamento del que disponían. Varios de los atacantes fueron alcanzados por impactos de bala, los cuales se retiraban apoyados por sus compañeros; mas, uno de ellos cayó al piso. No pudo ser auxiliado, debido a la respuesta de los agentes. Cuando la incursión terminó, salieron a recoger el cuerpo herido: Era “El Zancudo” y, pese a los impactos, estaba vivo. Dos policías lo subieron a una camilla de mano y lo llevaron a la enfermería.
Al escuchar el insistente llamado a la puerta, Ana Lucía, la enfermera, saltó de la cama y se enfundó en una levantadora. Abrió la puerta.
_ ¡Señorita enfermera, traemos a un hombre herido.
_ ¡Por favor, trasládenlo a esa camilla!
Inmediatamente la joven, alistó el oxígeno para facilitarle la respiración. Al tratar de colocarle la máscara, lo reconoció. Se extrañó un poco y dijo:
_ ¿Usted? –El hombre con palabras entrecortadas dijo:
_Nos… volvimos a… encontrar… y… muy… pronto.
_No hable, por favor. Tengo que cortarle la camisa para parar la hemorragia. Tranquilo. Voy a hacer lo imposible por curarlo. –Dijo con voz cálida, pasándole la mano por los cabellos.-
Sin embargo, al descubrir el tórax, se encontró con múltiples heridas de bala. Comprendió que no había nada qué hacer. “El Zancudo” falleció pocos minutos después. Los policías se marcharon, pidiéndole que se asegurara muy bien. Instantes después, la enfermera se retiró a dormir, teniendo como huésped a aquel cadáver. De pronto, los gritos, el relinchar y el casqueteo de un caballo, la despertaron. Se levantó con todo el sigilo a mirar por una de las ventanas, sin encender la luz. Se sobresaltó al darse cuenta de quién se trataba: Era Wilfredo.
Se apeó del caballo y se acercó a la puerta. La enfermera, buscó con la mirada en donde esconderse, mas, como si adivinara sus pensamientos, el hombre dijo:
_ ¡No podrás esconderte de mí, preciosura. Te encontraré sin importar en dónde te metas!
En eso se escuchó el golpe de los puntapiés sobre las dos puertas. Estas no resistirían mucho. Ana Lucía, sin pensarlo dos veces, miró la camilla en donde se encontraba “El zancudo” cubierto por una manta. Dominando el miedo, se dirigió hacia allí. Sin saber cómo, empujó el cuerpo de éste y se acostó a su lado, cubriéndose con la manta, dejando descubierta la cabeza del cadáver. Esperaba que las sombras de la noche le ayudaran a camuflar su cuerpo. Las puertas no aguantaron más y se abrieron con estrépito. El hombre miró a todos los lados, buscándola. Se quedó por un instante contemplando al cadáver sin acercarse.
_Ja ja ja! Moriste aplastado como un zancudo! ¡Y fue buena plata la que me quitaste!
Pasó por su lado adentrándose en las dependencias interiores del Puesto de Salud. Entró en la alcoba. La cama estaba destendida. Se agachó por debajo: Nada. Salió y entró en la pequeña cocina: Tampoco. Entretanto, Ana Lucía pensó en salir de su escondite y del Puesto de Salud, sin embargo, lo más seguro era que no tuviera el suficiente tiempo. Decidió quedarse en donde estaba. El hombre regresó. Buscando con la mirada. Posiblemente, acostumbrado a la oscuridad, notó algo extraño en la sábana, puesto que la haló de un tirón.
_ ¡Ah! ¡Ya decía yo que te encontraría! –Dijo, mientras la agarraba de su levantadora con fuerza.- El muerto no podrá impedir que pasemos una hermosa madrugada! Ja ja ja .
Se la colocó sobre el hombro como si fuera un bulto de papas, y siguió con ella hasta su alcoba, mientras recibía golpes en su espalda y pataleos por delante, que no hacían mella en su fuerte cuerpo.
Al llegar a la cama la colocó sobre ella sin dejar de sujetarla. La soltó por un momento mientras se desabrochaba la correa. Ella trató de aprovechar la ocasión, intentando escabullirse, más lo que consiguió fue un golpe que la atontó. Entre la bruma, distinguió la figura de un hombre que entraba y se acercaba por detrás a Wilfredo. Al sentir una pesada mano sobre su hombro, éste giró la cabeza. Su boca se abrió tratando de emitir un tenebroso grito, pero la mano que se cerró alrededor de su cuello, le impidió hacerlo. Sus ojos se desorbitaron al reconocer ¡al Zancudo!
Este lo lanzó hacia el piso mientras, con voz cavernosa, le decía:
_ “¡Vete!”
Wilfredo cayó sentado casi asfixiado y prácticamente gateó hacia la puerta. En segundos se escuchó el galope de su caballo. Ana Lucía, más que asustada, miró extrañada al “Zancudo”. Luego, éste giró sobre sus pies descalzos y salió. Ella esperó despierta hasta que la luz del día iluminó por completo su alcoba.
Sintió curiosidad por ir a ver el cadáver, y salió. Lo encontró en su sitio, cubierto por la sábana como si nada hubiera pasado. Ella se acercó, descubrió su cabeza y le dijo:
_ ¡Gracias!
Volvió a cubrirlo y elevó una oración al cielo.
FIN
Autor: Hugo Hernán Galeano Realpe. Derechos reservados.