Efraín, un hombre ya entrado en años, había dedicado su juventud y parte de su madurez a buscar oro en las montañas del pueblo donde vivía. Tiempo atrás, una empresa minera, antes de abandonar el lugar, había sacado todo lo que le fue posible, hasta dejar los socavones sin nada. Sin embargo, tanto Efraín como otros mineros, seguían intentando encontrar alguna veta que los sacara de aquella pobreza en la que vivían.

El minero vivía solamente con su nieto Adrián.  Su esposa, se había cansado de esperar el golpe de suerte del que día tras día hablaba Efraín y, un buen día, se marchó con otro minero más afortunado. La hija, madre de su nieto, había fallecido en un accidente del bus intermunicipal en el que viajaba.

Un atardecer, los demás buscadores de oro se iban retirando desesperanzados. Efraín seguía cavando hasta que los últimos rayos del sol se apagaran; pero esta vez, antes de apagarse, chocaron contra unas piedrecillas que se hallaban a unos pasos de la entrada de la mina. El viejo se acercó más y siguió cavando como si ésto le hubiera inyectado energía. Sacó tanta tierra como pudo y la llenó a manos llenas en un costal. Se la echó a la espalda con el fin de lavarla en el río en los cedazos que tenía para el efecto. Las pepas eran enormes. Las iba llenando en bolsas más pequeñas, sintiendo que el alma se le salía por la boca, produciendo una mezcla de risa y llanto. Cuando el costal estuvo vacío, lo volvió a llenar y se fue hasta su cabaña con él a cuestas.

Cuando llegó, se olvidó del hambre que le carcomía los intestinos y siguió en la actividad del lavado. La cantidad recolectada era grande. Después se preparó su comida y se fue a la cama para madrugar y volver al sitio a rellenar el costal, antes de la llegada de otros mineros. Ya allá, por último. quitó con los dedos cualquier grano que pudiera delatar aquella veta. Luego se regresó a la casa para guardar lo encontrado y volver a hacer lo mismo cuando los demás mineros ya no estuvieran. A veces se ponía a cavar en otro lado para disimular. Esto lo hizo por varios días y, cuando ya creyó que era más que suficiente y que ya había terminado con lo que allí estaba depositado, se regresó a su vivienda. Al llegar, dijo desde la puerta:

_¡Adrián, Adrián! Mañana no vas a ir a la escuela.

_Y, ¿Por qué, abuelo?

_Debes ayudarme a empacar unas cosas porque nos vamos de aquí. No le vamos a contar a nadie ni quiero que nos  despidamos de nadie. ¿Está claro?

_No veo la razón, pero yo hago lo que tú digas.

_Eso está mejor. Si hay razones para hacer lo que hago. La gente es muy mala y codiciosa. Después de unos días te lo explicaré. Por ahora no me hagas preguntas. Alista tus cosas importantes, tu ropa y tus cuadernos y los empacas. No te olvides de llevar las calificaciones de los años anteriores, eh?

_Está bien, abuelo.

Llegaron a un pueblo bastante retirado de su lugar de residencia anterior, pero cercano a Bogotá. Lo primero que hizo fue cambiar parte del oro por dinero en efectivo en diferentes sitios. El segundo paso fue matricular a su nieto en la escuela pública. Luego buscó un rancho en las afueras del pueblo, pero no muy lejos.

Una noche, mientras su nieto dormía, Efraín esculcó entre sus cosas y sacó un costal pequeño y, con él al hombro, se encerró en un cuarto trasero. Allí, encendió un brasero y se dedicó a fundir el metal que en el costal había. Tardó bastante tiempo,  hasta después de la media noche. Luego, escondió su obra y se fue a la cama. Al día siguiente, domingo, se levantó muy temprano y salió de la casa bajo una tenue llovizna. Buscó en la finca el sitio apropiado muy cerca del desfiladero, a unos pasos de un frondoso árbol y comenzó a abrir un hoyo. En ese momento, la lluvia arreció, mas ya tenía que continuar su labor. Cuando creyó que estaba tan profundo como lo necesitaba, depositó allí el contenido del costal que había llevado. Luego volvió a llenar la tierra extraída, esparciendo el sobrante y cubriéndolo con ramas. Después se sentó bajo el árbol donde podía guarecerse de la lluvia y comenzó a dibujar un mapa del sitio. Descansó un poco hasta que mermó la lluvia y emprendió el camino de regreso a su casa. Llegó cuando su nieto se daba un baño. Mientras salía, fue a la cocina a preparar el desayuno.

Dos años después, ya Efraín y Adrián estaban muy bien instalados. Su vestimenta había cambiado; Efraín era “Don Efraín” y era propietario de una ferretería muy bien surtida. Esta sola, le daba para que los dos vivieran cómodamente. Adrián estudiaba la secundaria con dedicación. 

El tiempo seguía su curso. Sin embargo, un día cualquiera llegaron hasta el almacén dos hombres con aspecto brusco.

_ ¿Qué se les ofrece? –Preguntó Efraín. Sin mirarlo, siguieron hablando entre ellos-

_ ¡Claro! ¡Es que como nos sacamos una buena veta y ahora somos ricos, ya no conocemos a los paisanos!

Efraín los miró con mayor atención. Eran dos mineros de su pueblo con quienes nunca tuvo una relación estrecha de amistad. Es más, trataba de no relacionarse con ellos, puesto que se escuchaba  que éstos se dedicaban a robar a los mineros que encontraban uno que otro grano.

_ ¡Excúsenme! ¡No los había reconocido! Es que el tiempo no pasa en vano y lo cambia a uno. Bienvenidos.

_ Ah, bueno. Por lo menos nos reconoció. Y veo que le está yendo muy bien. Se nota que lo que sacó fue grandecito.

_Y ¿quién dice que me vine porque saqué algo? Por el contrario, me vine porque ya estaba cansado de no encontrar nada! Aquí me empleé como ayudante del dueño de este almacén. –mintió-

_Pues la gente dice que es suyo. Mejor, cuéntenos dónde encontró la veta para ver si nosotros sacamos algo.

_Pero si ustedes son testigos de que allá ya no se encuentra nada.

Entre chiste y chanza, los paisanos se despidieron, ofreciendo volver a visitarlo. Efraín quedó muy preocupado, puesto que sabía la clase de malandros que eran. De todas maneras, había que tomar precauciones.

Llegó a la casa un tanto pensativo.

_Hola, abuelo. –Saludó su nieto colocándole su brazo sobre los hombros-

_Hola, mi nieto. Cómo te fue?

_Bien. Ya puse a calentar la comida

_Qué bueno. Aunque no tengo mucha hambre.

Se sentaron a la mesa de la cocina.

_Abuelo… ¿Te pasa algo? Te noto preocupado.

_Problemitas que no faltan.

_ ¡Anda, cuéntame!

_Cómo te parece que… -Le contó lo ocurrido con los malandros que lo visitaron a la ferretería-

_ ¿Y por qué no das parte a la policía?

_Porque no tengo de qué acusarlos. Son muy peligrosos, pero aún no me han hecho nada, aunque sé muy bien que vienen tras de mi dinero. Por este motivo he decidido colocar lo que tengo en efectivo, salvo algo de él, en el banco. Y a propósito, espérame un memento. Tengo que entregarte algo. Cuando volvió de su alcoba, le alargó un papel doblado.

_Este es  el mapa de algo que he estado guardando para ti. Guárdalo con mucho cuidado. Eso te servirá para que, cuando termines tus estudios aquí, te marches a Bogotá a continuar tus estudios en una universidad.

_Gracias, abuelo. Pero no creo que sea tan grave. Lo que vamos a hacer es estar preparados.

_Claro que si. Pero esos hombres son muy traicioneros.

El lunes siguiente, cuando el abuelo llegó a abrir su negocio, después de pasar por el banco, de inmediato le cayeron los dos malhechores. Efraín sintió a los lados de su espalda baja algo punzante que debió ser un cuchillo y algo duro que adivinó era un revólver. No tuvo tiempo de reaccionar.

_Siga dentro, paisano y muy tranquilo.

Ya dentro del almacén, le exigieron que vuelva a cerrar.

_Entréguenos todo el dinero que tenga.

_No tengo dinero. El patrón me ordenó que lo consigne en el banco.

_ ¡Deje de decir mentiras que me va a poner nervioso! Usted es su propio patrón. ¡Elías, Revisa todo sitio donde creas que pueda haberlo guardado!

Mientras el uno recogía lo poco que encontró, el otro asestaba un brutal golpe en el cráneo, que hizo que Efraín cayera al piso. Luego, se dedicaron a llenar un costal con elementos pequeños de valor.

_ ¡Vámonos antes de que despierte!

_No creo que vuelva a despertar.

_De todos modos es mejor irnos de este pueblo.

_ ¿Estás loco? Nos vamos a conformar con tan poco? Estoy seguro de que el viejo tendrá algo grande por ahí guardado. Ahora debemos dedicarnos a “pistear” al muchacho.

Entre tanto, Adrián se encontraba en clase. De pronto, algo llamó la atención en la ventana. Volvió su mirada para encontrarse con la presencia algo borrosa de su abuelo quien, desde fuera, le agitaba la mano en señal de despedida. Adrián se levantó en el acto y se acercó al profesor para pedirle permiso para salir. Sin embargo, cuando llegó al lugar, su abuelo ya no estaba. Salió a la calle y miró alrededor, hasta descubrirlo caminando con paso cansado cruzando la esquina. Mas, aunque Adrián corrió para alcanzarlo, al llegar allí no lo encontró. No se detuvo a pensar cómo había desaparecido tan inesperadamente. Fue cuando un inexplicable presentimiento lo invadió. Corrió hacia la ferretería. Le extrañó encontrar la puerta cerrada. Quiso tocar, pero esta se movió. No estaba con llave. Entró de prisa para encontrarse con el cuerpo de su abuelo tendido en el piso y con la cabeza sobre un charco de sangre.

_ ¡Abuelo! –Gritó-

Imposible describir el dolor que embargó a Adrián. Algunos clientes que llegaban al almacén, comenzaron a agruparse alrededor del difunto. Alguien llamó a las autoridades y comenzaron los trámites y averiguaciones correspondientes.

Tres días después, Adrián comenzó a hacerse cargo de sí mismo. El problema era que ya el dinero se le estaba agotando. Se acercó al banco con el fin de solicitar algo de la cuenta de su abuelo, pero el encargado le respondió:

_Mira, lo siento mucho, pero no puedo entregarte nada sin que el juez lo ordene. Y eso, créeme que llevará tiempo. Creo que lo más indicado es acercarte a él para que te permita abrir la ferretería y puedas obtener algo de las ventas. Ojalá cuentes con suerte.

El caso es que el juez no aceptó la propuesta, debido a que todos los bienes debían entrar en sucesión.

Lo que no se imaginaba el joven, era que los asesinos de su abuelo lo seguían a todas partes donde iba.

Esa noche, después de comer lo que había preparado como cena, con el mercado que, por fortuna aún quedaba, se fue a la cama y comenzó a pensar qué hacer para obtener dinero. Sin encontrar solución, se quedó dormido. En eso, despertó al escuchar la voz de alguien que lo llamaba.

_ “Adrián”

Se incorporó un tanto en la cama buscando entre las sombras el origen de esa voz. Al fondo de la alcoba alcanzó a distinguir una figura.

_ “Adrián recuerda el mapa” -Fue cuando comprendió quien era-

_ ¡Abuelo! ¡Cómo estás, abuelo!

_ “Estoy bien. Cúidate” –La imagen desapareció por completo-

_ ¡Espera! ¡No te vayas! -El joven quedó solo. Sin poder evitarlo, unas lágrimas rodaron por sus mejillas. En ese instante, recordó las palabras del abuelo: “Recuerda el mapa”

_”¡Claro! Mañana después de clases, saldré a buscar el tesoro del abuelo.”

Luego de haber almorzado, tomó una pala y se dirigió hacia las el lugar de la finca que señalaba el mapa del abuelo, teniendo mucho cuidado, especialmente de que nadie lo siguiera; sin embargo, los dos malandros iban tras él ocultándose entre los arbustos y separados uno del otro.

En un momento, el joven se detuvo para consultar el mapa. Sacó el papel del bolsillo de su camisa y comenzó a mirar repetidas veces, tanto el mapa como el paraje. Fue en ese momento cuando los dos hombres se presentaron.

_ ¡Hola, Adriancito! Pero qué crecido estás!

El muchacho intentó guardar el mapa, pero ya era muy tarde. Uno de los dos malhechores se lo arrebató limpiamente. Ambos estaban armados: El uno con un revólver y el otro con un cuchillo “mataganado”, que impresionaba con sólo mirarlo.

_Bueno, caminemos que el tiempo apremia. Tú, muchacho, sigue adelante y mucho cuidado con intentar escapar. Recuerda que una bala es más rápida que tus piernas.

Siguieron caminando. Por fin llegaron  cerca al árbol. Elías, el hombre del cuchillo, quien sostenía el mapa observándolo detalladamente, se paró muy firme arrimado a éste y caminó cuatro pasos largos hacia el desfiladero; se detuvo. Allí comenzó a cavar.

La tarde avanzaba en forma acelerada. A medida que profundizaba el hoyo, aumentaba el nerviosismo de Adrián. En eso, la pala del hombre chocó con algo duro; así que siguió cavando con precaución. Fue quedando a la vista lo que parecía ser una caja. Cuando quedó totalmente descubierta, el malandro la tomó con las dos manos y la colocó a la orilla. Salió del hoyo y le quitó el pasador que aseguraba una aldaba. Los tres personajes miraban con curiosidad: Era un cofre cubierto de barro. Sin embargo, al levantar la tapa, se llevaron una amarga sorpresa: ¡Estaba completamente vacío!

_¡Pero qué demonios significa ésto! –Exclamó el del revólver- ¡Tu abuelo nos está jugando una broma! Pero desde el más allá se va a arrepentir: Tú vas a pagar con tu vida el chistecito! –A medida que hablaba, levantaba el arma para acercársela a la sien del muchacho. Fue en ese momento cuando se escuchó una risa que les heló la sangre:

_ ”Ja ja ja ja”

En vano miraban a su alrededor buscando al hombre que se reía de forma tan macabra; aunque no se veía a nadie fuera de los tres. La risa parecía salir del aire. El hombre, descuidadamente, bajó el arma. Esa circunstancia fue aprovechada por Adrián para escabullirse de su captor. Mas,  éste apuntó hacia el muchacho y, en el momento que iba a disparar, sintió que alguien colocaba unas huesudas manos sobre su espalda y lo empujaba con fuerza, haciéndole perder el equilibrio y caer de bruces al piso. El revólver escapó de sus manos. Su compañero quiso ir en su ayuda, mas de pronto quedó paralizado mirando hacia la persona que había empujado al otro. El caído, dirigió hacia allí la mirada, para descubrir a…

_ ¡E…fra…ín! -Dijo con voz quebrada-

_ “¡Levántate cobarde!” –Su voz tenía un matiz aterrador, y su cara pálida azulosa, presentaba las facciones de un cadáver de varios días de enterrado.

El hombre estaba a punto de sufrir un colapso. Se levantó sacando fuerzas de donde no tenía, para juntarse a su compañero que temblaba de pavor, mientras Efraín se les acercaba cual cadáver viviente. Lo que los dos no calcularon al retroceder, tratando de alejarse del muerto, fue la corta distancia hasta el desfiladero. Uno de ellos, al colocar el pie en el vacío, se agarró del otro. Se escuchó un aterrador  grito a dúo que se fue perdiendo acogido por el abismo.

Adrián miraba la escena entre nervioso y satisfecho. El abuelo volvió la cabeza hacia él, mas sus facciones se habían transformado: Tenían una expresión dulce y cariñosa. Lo miró y le dijo:

_ “El tesoro no era lo que tenía por dentro. El tesoro es el cofre. Llévalo y límpialo. Entonces, entenderás”. –Levantó su mano y comenzó a desaparecer-

Al llegar a la finca, hizo lo que le había pedido el abuelo. El cofre comenzó a brillar con los últimos rayos del sol.

FIN

Autor: Hugo Hernán Galeano Realpe. Derechos reservados