El estudiante de undécimo grado

La nueva encargada del aseo de los salones del quinto piso llegó hasta el último salón del pasillo, tarareando una canción, mientras llevaba consigo la escoba y el recogedor. Empujó la puerta para encontrarse con la presencia de aquel estudiante parado frente al tablero.

_ ¿Qué hace usted aquí? Ya todos los estudiantes salieron.

El muchacho volteó la cabeza en actitud amenazadora, mirándola con los ojos a punto de salírsele de las cuencas y la boca entreabierta, con la lengua casi colgándole entre los labios. El aterrador grito fue escuchado por todo el plantel, lo que hizo que sus compañeras subieran a mirar lo ocurrido. Ernestina fue encontrada desmayada en el piso en medio de sus elementos de aseo. Cuando lograron hacerla reaccionar, fue llevada a la enfermería en donde consiguió, con esfuerzo, relatar el motivo de su desmayo.

_Cuando entré, había un muchacho con una cara horrible.

_ ¡Pero si ya todos los alumnos salieron!

_ ¡El estaba allí y tenía un pedazo de lazo colgado en el cuello!

Las presentes se miraron entre sí. Sin embargo, no hubo más comentarios, y el asunto quedó así.

Terminaba la última hora de clase de aquel jueves. La oscura tarde indicaba que, esa, sería una noche de lluvia. Los estudiantes salieron apresurados. En pocos minutos, el plantel quedó en silencio. Sólo lo interrumpía el ruido de algunos truenos lejanos. Otoniel, profesor de Física, salió del salón después de recoger sus elementos personales, y comenzó a caminar por aquel largo pasillo. Cosa rara, tenía la sensación de que alguien lo seguía; es más, escuchaba claramente sus pisadas. Volteó a mirar en varias ocasiones, sin encontrar a nadie. Llegó a la sala de profesores. Estaba vacía. Ya todos sus compañeros habían salido. Se sentó al frente de su escritorio para guardar sus cosas. A sus espaldas, escuchó claramente el ruido de una silla al ser corrida. Volteó a mirar: Efectivamente una silla estaba fuera de lugar. Cuando empezaba a a analizar qué pudo causar que se mueva sola, fue interrumpido por unos suaves golpes en la puerta. Giró la cabeza y dijo:

_ ¡Siga!

La puerta comenzó a abrirse lentamente y en ella apareció la figura de un estudiante de macabro aspecto. El profesor no pudo controlar el terror que sintió al mirar aquel personaje con los ojos saltados y la boca entreabierta que lo “miraba” fijamente.

_ ¡Germán! –Dijo ahogadamente-.

Aquella presencia duró unos instantes y luego desapareció. El profesor sintió un frío incontrolable. No tenía fuerzas para ponerse de pies. Así permaneció por un largo rato. Por fin pudo recuperarse y salió, volteando a mirar a todos los lados. El celador que, por fortuna estaba en ese lugar, se acercó al docente.

_ ¿Le pasa algo, profesor?

_ ¡Acabo de recibir la visita de un estudiante que falleció en el colegio!

_ ¡Profesor!… ¡No me diga que una eminencia como usted, cree en fantasmas!

_ ¡No lo había hecho! ¡Hasta hoy! Por favor, acompáñeme hasta mi carro.

_ ¡Por supuesto!

_ ¡Le juro! ¡Nunca más, me vuelvo a quedar hasta tarde.

_ ¡Ja ja ja ja! –Eso se le pasa con un buen descanso-.

El celador cerró la puerta del colegio después de la salida del profesor, todavía con la sonrisa burlesca entre los labios. De pronto, al dar la vuelta para seguir su ronda, entre las sombras alcanzó a ver a alguien caminando hacia las escaleras del fondo. Empuñó su potente linterna y dirigió su haz hacia allá, en el momento que aquella figura comenzaba a subir.

_ ¡Hey! ¿Quién anda ahí? –Preguntó, aunque nadie respondió-.

 _ “¿Sería que algún ladrón se metió? Si fue así, conmigo, las tiene, papá”.

 Aceleró el paso. Se tomó del pasamano para impulsarse mejor en su ascenso por las escaleras. El ruido de las pisadas indicaba que aquel seguía subiendo. Llegó hasta el quinto piso y lo vio caminar hacia el fondo.

_ ¡Hey! ¡Deténgase!

Sin embargo parecía que aquel hombre no lo escuchaba. Siguió tranquilo y entró en uno de los  salones de undécimo grado. El celador llegó hasta ahí, para encontrarse de frente con aquel estudiante que lo miraba con aquellos ojos salidos de sus órbitas y la boca entreabierta, en donde se le alcanzaba a ver la lengua brotándole entre los labios y el pedazo de cuerda alrededor del cuello. El grito del celador retumbó en toda la edificación, antes de que perdiera el conocimiento.

Con las primeras luces del amanecer, el hombre recobro el conocimiento. Se levantó y se fue a su pequeño cubículo a tomarse un café, mientras esperaba a su compañero del turno del día. Tan pronto como éste llamó a la puerta, se acercó presuroso a abrir y contarle lo ocurrido.

_Voy a darle un consejo: hable con el orientador del colegio. Coméntele lo ocurrido.

_ ¡Uh! ¡Y con lo malgeniado que es ese señor!

_No es malgeniado. Es muy serio. ¡Pero muy buena gente! Además, según dicen, es muy preparado, ya que es sicólogo, parasicólogo y no sé qué más.

 Un momento después, estaba frente al orientador comentando lo sucedido a él, al profesor  Otoniel y, unos días atrás, a la empleada.

_ ¿Podría llamarme al profesor?

_Por supuesto.

 Cuando Otoniel llegó…

_Profesor, me da mucha pena apartarlo de sus quehaceres, pero parece que hay un problema por resolver antes de que los hechos se rieguen por la institución y se tergiversen.  Voy a pedirle que tenga la amabilidad de relatarme lo ocurrido en la noche de ayer.

 El docente hizo su relato de manera muy puntual.

_ ¿Usted dice que se trata de un estudiante llamado German?

_Así es. Pero creo que debe conocer algo que ocurrió a finales del año anterior.

 El relato del profesor de física fue más o menos el siguiente, de acuerdo con lo que pude conocer y de lo que sucedió con migo:

“Faltando dos horas para terminar la jornada de estudio, llamaron a la puerta de aquel salón de clases. El profesor que en ese momento dictaba su materia, abrió la puerta. Quien tocaba, era el coordinador, acompañado de dos albañiles. Pasaron al salón, y dijo:

_Señores estudiantes, por hoy las clases finalizaron para ustedes. Los señores aquí presentes van a adelantar una obra en este salón, y deben armar un andamio y alistar todo para empezar mañana sábado; así que tengan la amabilidad de tomar sus libros y salir.

 Se formó un gran murmullo de alegría. Los albañiles comenzaron a entrar las formaletas con las cuales armarían el andamio que, por la altura del salón, sería de dos secciones. Germán, uno de los estudiantes de último año, salió de último y se las arregló para quedarse dentro del plantel. No podía irse por cuanto quería hablar con uno de los profesores. Esperó caminando por los pasillos, tratando de no hacerse ver del coordinador. En eso, descubrió al profesor con quien debía hablar, y se fue detrás de él.

 _ ¡Profesor!

_Dígame, Germán.

_Puedo hablar un momento con usted?

Naturalmente, yo ya sabía cuál sería el tema de la charla, y respondí:

_Por supuesto. Vamos a la sala de profesores.

 Una vez allí, le pregunté:

_ ¿Qué se le ofrece?

_Profesor, vengo a pedirle que me ayude en su materia. Yo no puedo quedarme sin graduar.

_ ¿Y qué clase de ayuda es la que me pide?

_Que me suba la nota.

_ ¡Creo que usted se equivocó de profesor! Las notas que yo coloco van de acuerdo con el rendimiento de cada estudiante. Yo no regalo notas. ¡Sea consciente y honesto con usted mismo. Usted siempre ha sido un mal estudiante! ¡Tengo entendido que tiene cinco materias perdidas!

_No, porque los profesores de Cálculo y Química ya me subieron y sólo me quedan tres. Si usted me sube en su materia, podría habilitar Español y Religión.

_ ¡Usted es un sinvergüenza! ¡Si eso hicieron, allá ellos! ¡Haga el favor de retirarse!

_ ¡Le aseguro que se va a arrepentir!

_Y, ¿todavía me amenaza?

_No. A usted no pienso hacerle nada. Pero voy a hacer algo que le va a doler.  –Dijo, mientras salía para dirigirse a su salón-.

Entró con precaución. Los dos albañiles ya no estaban. El andamio ya había sido armado a una altura considerable. Desde la parte superior, colgaba un lazo que sería utilizado para subir material con mayor facilidad. Germán lo miró detenidamente.

 Al día siguiente, sábado, los albañiles llegaron muy temprano. Entraron al salón y comenzaron a cambiarse de ropa despreocupadamente. De pronto, uno de ellos levantó la mirada y abrió la boca y los ojos con el terror reflejado en su rostro. Su compañero lo miró y dirigió sus ojos hacia el mismo lugar, adquiriendo la misma expresión que él. ¿La razón? En la parte superior había un muchacho colgado del cuello. Su aspecto era macabro: Tenía los ojos salidos de las cuencas, la boca entreabierta y la lengua un tanto fuera de ella. Se había ahorcado. Los obreros salieron en veloz carrera a informarle al vigilante, quien inmediatamente, llamó al rector. Un rato después, éste llegaba con el personal especializado para hacer el levantamiento del cadáver.

Después de tomar fotografías, medidas, etc, dos agentes fueron los encargados de cortar el lazo y bajar el cuerpo. Al retirarse de la institución, quedaron los constructores haciendo las reparaciones para las que fueron contratados. El hecho quedó en completa reserva y fue manejado así por el rector y el cuerpo de profesores. Luego, el año lectivo terminó y no se volvió a hablar de eso”.

 _Ahora si entiendo. –Agregó el orientador-. Le agradezco mucho su colaboración, profesor Otoniel.

 Eran las siete y media. Las encargadas del aseo ya habían terminado su labor y salían en grupos del establecimiento.

 En su oficina, el orientador todavía estaba haciendo unos cuadros comparativos. Miró su reloj,  guardó sus materiales y salió de su oficina. En ese momento, sintió que alguien pasaba por detrás de él, cuando cerraba su puerta con llave. Volteó a mirar. Algunos metros hacia el fondo, caminaba un estudiante. Se quedó mirándolo hasta que éste subió las escaleras. Se fue hacia allá apresurando el paso. Cuando llegó al segundo piso, ya las pisadas se escuchaban indicando que continuaba subiendo. El orientador, siguió. Llegó hasta el último piso. En ese momento, el estudiante entraba en el salón del fondo. Estaba oscuro; sin embargo, entró a aquel salón en donde la única luz era la que se filtraba desde afuera por las ventanas. El estudiante estaba parado entre los pupitres, hacia el centro del salón; presentaba un cuadro de espanto. El sicólogo se detuvo. Cualquier persona normal, se hubiera desmayado como ya había ocurrido o, por lo menos, salido corriendo; mas el hombre, con una seguridad asombrosa, se dirigió hacia el escritorio de profesores y se sentó sin dejar de mirarlo.

_ ¡Qué haces aquí, Germán! –Habló enérgico, sin preguntar-. Tú ya no perteneces a este mundo. ¡Debes irte! Ya nada tienes que hacer aquí. Tienes que continuar tu camino. Busca la luz, la paz, el perdón. Nada sacas con asustar a quienes laboran en este plantel. Lo que te sucedió era lo que tenías que vivir. Ahora tienes que avanzar. No debes tener miedo. Nada malo te va a pasar. Tienes que irte para que puedas descansar. Vete.

El joven lo miró. Sus facciones ya no eran grotescas. Eran normales. Toda su imagen fue desvaneciéndose hasta desaparecer.

_ “Te deseo que encuentres la luz”. –Dijo mientras salía del lugar.

FIN

Autor: Hugo Hernán Galeano Realpe. Derechos reservados.