Como si fuera una más de las veces que regresaba a casa, al morir el día, Teófilo estacionó su carro particular de frente al portón corredizo. Sólo que esta vez lo hacía después de mucho tiempo, sabiendo que nadie lo esperaría para preguntarle, mientras se empinaba para recibir y darle un beso: “¿Qué tal estuvo el día?” o “¿Cómo te fue en el trabajo?”. Se quedó un momento pensativo y nervioso. Al fin se decidió. Dejó el motor del auto encendido y bajó para abrir y correr la pesada puerta. Volvió a subir y entró su vehículo en el garaje. Se paró unos instantes frente a la puerta que comunicaba éste con el resto de la casa, accionó la llave y entró. El silencio le golpeó tan duro, que hubiera preferido irse a algún hotel. Sin embargo, tocó el interruptor y encendió la luz. Todo estaba igual, aunque una ligera capa de polvo cubría los muebles de la sala y el comedor. Eso nunca hubiera ocurrido, si ella todavía estuviera viva y saludable. Cuando se fue, lo hizo de prisa. No quería quedarse allí y menos dedicarse a cubrir los muebles. Quería huir. Se sentó en el acogedor diván y encendió el televisor con bajo volumen y comenzó a mirar sin ver, lo que salió en la pantalla. Recostó la cabeza sobre el espaldar y cerró los ojos. Fue en ese momento cuando el sonido de unos platos lo hizo enfocar la mirada hacia la entrada de la cocina. Tomó el control y bajó el volumen en su totalidad. Otro sonido se repitió; éste era similar al de colocar unos cubiertos en el cajón respectivo. Se levantó y dio unos pasos hasta llegar a la entrada. Por supuesto no había nadie. Inmediatamente y sin saber por qué, dijo en voz alta:
_ ¿Estás aquí?
Lógicamente nadie respondió a su pregunta, pero el sonido de su propia voz, lo hizo estremecer. Salió, apagó la luz y el televisor y se dirigió a la parte alta. Entró a su alcoba; mas, al mirar su cama matrimonial vacía, decidió que dormiría en una de las que en otro tiempo fueran de sus hijos. Con cuidado quitó el cubre-lecho, lo dobló y lo colocó en el piso en un rincón. Tomó otro del closet y lo acomodó sobre la cama. Enseguida se dio una ducha, buscó en su cuarto una piyama y, después de apagar la luz, volvió a la alcoba elegida y se acostó. A su mente venían muchos recuerdos: El tiempo en que eran una familia; cuando disfrutaba o se enfadaba con las travesuras de sus hijos; las veces cuando Elena y él discutían, pero que siempre volvían a quedar en paz; el tiempo cuando ya quedaron únicamente los dos, etc. Comenzó a ponerse sentimental, pero mejor optó por no pensar más en ello. De allí en adelante, tendría que enfrentar la vida solo. No tardó en dormirse.
No sabría decir con certeza si lo que escuchó fue real o fue imaginación: El todo fue que, en medio de la oscuridad, alguien susurró su nombre:
_ “Teófilo”
Se despertó a medias. Trató de cambiar de posición y, al hacerlo, sus rodillas tocaron algo como si una persona estuviera sentada en ese lado de la cama. La oscuridad no le permitía verla, pero sus oídos escucharon claramente la pregunta:
_ “¿Por qué lo hiciste?” -Esta vez si quedó completamente despierto-.
La voz, sin duda alguna, era de Elena, su difunta esposa. El corazón le comenzó a palpitar muy acelerado. Estiró el brazo y encendió la lámpara de la mesita de noche. No había nadie. Dejó la luz encendida hasta que amaneció.
Durante su trabajo como anestesiólogo había tenido mucha experiencia con pacientes que fallecían en las intervenciones quirúrgicas. De igual manera había escuchado historias sobre apariciones, pero nunca les había puesto importancia y mucho menos, había sentido miedo. Pero en esta ocasión, no lo había podido evitar. Se sintió mal.
_ “¡Me estoy comportando como un niño!” –Se dijo- “No me voy a dejar vencer por el nerviosismo. Es más, mañana, dormiré en mi alcoba”.
A partir de ese momento planeó los pasos a seguir: En primer lugar, donaría la ropa de su esposa a cualquier casa de beneficencia. Cambiaría de muebles de sala, comedor y alcoba. Distribuiría su casa de otra manera. Pero todo eso sería poco a poco.
Después de realizar su aseo personal, se preparó el desayuno y dijo en voz alta:
_“Manos a la obra”.
Sacó toda la ropa y las cosas personales de Elena y las colocó en el garaje. Además de cambiar la distribución de su alcoba, cambió sábanas, cubre-lechos y fundas. Cuando su nueva alcoba estuvo lista, salió a dar un paseo y a comer algo.
Regresó tarde. Se sentó en el sofá y encendió el televisor. El cansancio de la caminata hizo que se quedara adormilado. Unos suaves dedos se enredaron en su ya escaso cabello. Una sonrisa se dibujó en sus labios. Siempre le había encantado sentir esas caricias de su esposa. En un apagado susurro, dijo:
_Ah! mi vieja. No sabes cuánto te quiero.
La respuesta no se hizo esperar:
_ “No más de lo que te quiero yo, mi viejo”
Al escuchar esas palabras, todo volvió a la realidad y se despertó en el acto. Dirigió la mirada a su lado: La hendidura del sofá, tornó a su estado normal como ocurre cuando una persona se levanta. No pudo evitar sobresaltarse un poco. Se quedó pensativo unos instantes y, luego, optó por subir a su alcoba matrimonial y acostarse. Permaneció con la lámpara encendida; el sueño empezó a apoderarse de él. Entre dormido y despierto escuchó unos suaves pasos alrededor de la cama. La luz de la lámpara se apagó y éstos regresaron. La cama se movió un poco bajo el peso de alguien que se metía entre las cobijas y se colocaba de lado. El Hombre, actuando por costumbre, cruzó su brazo como cuando lo hacía con su esposa. Se durmió profundamente.
Unas tres horas antes de la madrugada, se despertó al escuchar unos sollozos. Se sentó en la cama tratando de averiguar de dónde procedían. Venían del baño de la alcoba. El miedo trató, otra vez de apoderarse de él, mas no lo permitió. Se fue incorporando despacio. Al intentar encender la luz, recordó que él no la había apagado: entonces… ¿Quién lo hizo? Vagamente llegaron a su memoria los silenciosos pasos de alguien rodeando la cama. En ese momento pudo apreciar una figura parada en la puerta del baño. Acto seguido, escuchó la pregunta:
_ “¿Por qué lo hiciste? ¡Todavía no deseaba irme. Sabías quería despedirme de mis hijos!”
_Lo hice por ti. –Contestó- Estabas sufriendo demasiado. No quería verte así. Nuestros hijos no hubieran alcanzado a llegar a tiempo de ninguna manera. Ya ves, no pudieron venir a tus funerales. Me pidieron que viajara hasta donde ellos –Los sollozos cesaron y la oscura figura que vio o creyó ver, ya no estaba.
_ “Pero… ¿Con quién estoy hablando?” –Se dijo-.
Todo fue tan rápido, que no supo si en realidad ella estuvo allí o lo imaginó. Encendió la luz principal y regresó a las cobijas. Se puso a meditar sobre lo ocurrido y tomó la decisión de ir, al día siguiente, a visitar a un colega que, además, era uno de sus pocos amigos entrañables.
Entró en el hospital en donde fue saludado por varias personas que, poco tiempo atrás, fueron sus compañeros de trabajo. Llegó hasta la oficina principal y se hizo anunciar por la secretaria.
_Buenos días.
_¡Hola, Teo! ¡Pero ésto si es un milagro! No sabes cuánto me alegra que ya estés de regreso.
Después de la conversación relacionada con lo acontecido, Teófilo preguntó:
_Gonzalo, tú creerías que puedo estar loco o alucinando?
_¡Imposible! ¿Por qué me preguntas eso?
_Por algunas cosas que no las considero normales. –Acto seguido, le relató lo sucedido desde que llegó a su casa.
_Yo diría –Dijo Gonzalo- que lo que te está ocurriendo se debe al hecho de haberle aplicado a Elena, la eutanasia. Sin embargo, recuerda que esa decisión se tomó en junta médica, y quedan las actas.
_Puede que tengas razón. Oye, contéstame una pregunta… tonta si se quiere: ¿Tú crees en fantasmas?
_No es tan tonta. Personalmente, no lo he comprobado, aunque tengo cantidad de testigos confiables, que aseguran que es así y que han sido protagonistas de esa clase de sucesos. Creo que también, el hecho de vivir solo en la casa que compartiste con tu esposa, te esté afectando. Y te pregunto: ¿No has considerado la posibilidad de irte a vivir con uno de tus hijos?
_No, por dos razones: La primera, porque siempre he sido independiente. La segunda porque… -Bajó la mirada al piso y continuó- Tú sabes cuánto amé y amo a Helena. No podría dejarla aquí sola. Ni siquiera podría irme a vivir a un apartamento. Esa es mi forma de ser.
_Entonces, apartándonos un poquito del asunto que estamos hablando y, teniendo en cuenta que estarás solo, por seguridad, ya que hay tanto malandro, debes colocar unas cámaras en tu casa. Si quieres, podríamos tener la misma aplicación para el celular, los dos. En caso de ser necesario, nos ponemos en contacto y hablamos.
_Me parece muy buena idea. Lo voy a poner en práctica inmediatamente.
_En lo concerniente a tu esposa, dices que ni tú mismo sabes si es tu imaginación o qué pasa. Tendrás que entrar a analizar eso. Ahora, si te despiertas y no puedes volver a dormir, tú mejor que nadie, sabe que hay medicamentos que podrías tomar. Puedes formularte de esos que no producen adicción y que los puedes tomar sin peligro.
_Pues me sirvió mucho la charla. Voy a averiguar sobre las cámaras de seguridad. Te dejo a ver si alguna vez trabajas.
_Ja ja. No te pierdas. Ah! Necesitas el duplicado de tus llaves?
_No. Es mejor que las tengas..
Pasó por la farmacia del mismo hospital y compró las pastillas.
Dos días después, las cámaras estaban instaladas. Podían conectarse a un televisor, o al celular y poder mirar lo que ocurría en su casa, esté donde esté. De todas maneras, al acostarse, se tomaba su medicina y dormía hasta el otro día como un angelito.
Una mañana, por curiosidad, encendió el televisor y sintonizó las cámaras. Todo lo que vio, lo dejó sin palabras: En la cámara del patio, se alcanzaba a apreciar la imagen de una mujer barriendo, mientras tarareaba una canción. Teófilo la pudo reconocer claramente. Sintió un poco de frío en los brazos. La imagen se repetía en la de la cocina, preparando algo sobre la estufa. Y la que hizo que le penetrara un frío muy intenso en la columna, fue la de su alcoba: Se podía apreciar bien cuando dormía, a Elena acostada de lado junto a él, acariciándole la cabeza, mientras le decía:
_ “¡Mi amor, te extraño mucho! ¡No quería dejarte tan pronto! ¡Te quiero a mi lado!”
Se levantó del canapé y llamó inmediatamente a Gonzalo.
_¡Por favor! Ven cuando antes. Debes ver algo con urgencia.
_Voy para allá.
Después de ver las grabaciones, Gonzalo quedó muy intrigado.
_Te juro que si me lo cuentas, no te lo hubiera creído. Y tú no te diste cuenta?
_Afortunadamente, no. Las pastillas son muy efectivas.
A partir de ese momento, Gonzalo se prometió que, cada vez que pudiera, estaría pendiente de su colega y amigo por medio del celular.
Una noche, el galeno se despertó entre las doce y la madrugada, con deseos de ir al baño. Cuando regresó a su cama, aprovechó para mirar a Teófilo por medio de la cámara. La imagen que le presentó su celular hizo que sus ojos se abrieran desmesuradamente: Elena estaba junto a él y tenía una jeringa. La mujer sollozaba mientras decía:
_ “Mi amor, no puedo estar sin ti. Te extraño!
Inmediatamente, Gonzalo tomó la ropa del día anterior, despertó a su esposa y le dijo:
_Mi amor, voy a casa de Teófilo. Puede ser que me demore. Y salió a tomar su carro.
Llegó en menos de nada. Entró, encendió la luz y subió las escaleras. Al empujar la entreabierta puerta de la alcoba de su amigo, reconoció al instante la jeringa que reposaba sobre la mesita de noche. Le examinó los brazos: no le encontró señales de haber sido inyectado. Esperó a que despertara. Mientras tanto, llamó a su esposa para tranquilizarla. Cuando Teófilo despertó, se extrañó al ver a Gonzalo sentado a su lado. Instantes después y frente a dos tintos, le sugirió:
_ Creo que, para terminar con ese asunto, debemos buscar un cura experto en ayudar a los espíritus que no quieren irse, a encontrar la luz. Sería la única manera de hacer que Elena siga su camino.
_Estoy de acuerdo.
Así lo hicieron. Elena no volvió a ser vista por las cámaras. Un año más tarde, falleció Teófilo de muerte natural. El caso es que no faltan los vecinos que aseguran que a veces, en horas de la noche, ven a la pareja de ancianos caminar por las solitarias y tranquilas calles del sector, tomados de la mano.
FIN
Autor: Hugo Hernán Galeano Realpe. Derechos reservados