Mujer ante tumba de su amado

“Algo se muere en el alma cuando un amigo se va”, dice un tema musical interpretado por  El loco Gustavo Quintero, un cantante ya fallecido.

Es muy triste, para quien queda, soportar el vacío que deja un ser querido cuando se nos adelanta en el trance de la vida. Y esa tristeza es más intensa, según el hilo invisible del amor, el cariño y la amistad que nos unió: Si fue de alguien de tu núcleo familiar  un amor a un amigo. A ésto hay que añadirle las vivencias compartidas, especialmente en el campo afectivo, y que pueden ser positivas o negativas. Es un hecho por el que todos, sin excepción, tenemos que pasar.

Se da el caso de  personas que fallecen después de haber sufrido o causado un disgusto grande o leve, una enemistad, una ofensa, un dolor o una deuda afectiva o monetaria, sin haber tenido la ocasión de enmendar,  reparar o aclarar el hecho.

Si el sobreviviente es el causante, el remordimiento se convertirá en una carga durante mucho tiempo y, a veces, durante toda la vida. Pero si el ofendido es el fallecido, pueden ocurrir muchas situaciones extrañas, como las que me permito contarles a continuación.

 

La Primera historia, es de una pareja de novios: Medardo, ya todo un profesional y Astrid, quien cursaba el penúltimo semestre de su carrera. Habían completado un poco más de dos años de noviazgo. Se amaban entrañablemente, aunque… el amor puede acabarse en cualquier momento.

El día en que comienza esta narración, habían quedado en encontrarse a las dos p.m., aprovechando que él no trabajaría en la tarde y ella iría a estudiar sólo en la mañana.

Medardo era muy cumplido en todas sus cosas y llegó puntual  al lugar de la cita. Se armó de paciencia y se dispuso a esperar a su novia. Ella nunca llegaba a la hora señalada. Varias veces lo había hecho esperar tanto que, cuando ya creía que no llegaría y se disponía a marchar, aparecía. Esta vez, se demoró más de la cuenta. Miró su reloj y pensó:

_“Voy a esperar diez minutos más”. –En eso, timbró su celular. Era ella.-

_Aló.

_Hola! –saludó omitiendo “mi amor” o algo parecido-. Cómo te parece que estoy con un grupo de amigos y me voy a demorar un poquito.

_Más todavía?

_Nos vemos a las cinco.

_Y que supones que voy a hacer aquí todo ese tiempo?

_A las cinco.

_¡Estás como muy tajante hoy! Con quién estás?

_¿? –No hubo respuesta y colgó-.

_“No, mi amor! –Pensó- “Eso está muy raro. Cómo estará de contenta con sus amigos o, tal vez amigo, que prefirió su compañía a la mía. Esto no lo puedo permitir. Creo que lo mejor será acabar de una vez. Regresaré a las cinco para aclarar las cosas”.

Encendió su automóvil y se fue a realizar unas sencillas diligencias. Regresó cuando su reloj marcaba las cinco en punto. No había llegado aún.

_“Esperaré contados quince minutos”.

_Cinco y quince. –Dijo en voz alta y encendió el motor-.

Una cuadra después, la vio caminando. Se notaba que había tomado. Frenó su vehículo sin apagarlo. Se orilló junto al andén y le dijo desde la ventanilla:

_Escucha. Te esperé solamente para decirte que lo nuestro termina en este momento. Adiós. Y arrancó.

_¡No! ¡Mi amor! ¡Espera! –Soltó el llanto mientras lo veía alejarse-.

 

Llegó a su apartamento muy resentido. Apagó su celular, encendió su equipo de sonido y colocó una memoria con música romántica. Alistó un vaso con hielo y destapó una botella de whisky que alguien le había obsequiado y se sirvió una generosa cantidad. Tomó hasta cerca de la media noche, aunque no era su costumbre. Fue cuando sintió que le hormigueaba el cuerpo, luego, un leve dolor de cabeza.

_“Será mejor que me acueste”.

El dolor de cabeza subió de intensidad. El sueño lo invadió rápidamente. Se despertó  en unas dos horas. La cabeza le estallaba. Quiso levantarse, mas no pudo moverse. Se dio cuenta de que estaba sudando y que su cuerpo estaba hinchado. Nuevamente, el sueño lo invadió poco a poco.

El despertador sonó, como de costumbre, a las seis a.m.  aunque esta vez no salió de las cobijas el brazo para apagarlo. La melodía se repitió tres veces, cada cinco minutos, hasta que dejó de hacerlo.

 

A eso de las nueve de la mañana, Astrid, al no obtener respuesta a sus llamadas, marcó al teléfono fijo de la empresa en donde laboraba Medardo.

_Mira, él no vino a trabajar hoy. –Le contestó la secretaria-.

Al escuchar esto, tomó la decisión de ir hasta el apartamento. Buscó en su bolso las llaves. Entró hasta su alcoba. Estaba todavía en la cama. Al parecer no se había despertado aún. Trató de despertarlo. Nada. Colocó su mano en una de sus mejillas y lo encontró frío. Lo llamó, sin conseguir nada: Medardo estaba muerto.

No asistió a las exequias fúnebres. No volvió a la universidad durante una semana. Creyó enloquecer. Se sentía culpable de lo sucedido. Sus padres trataban de darle ánimo, pero ella quería morirse.

 

Se cumplía un mes de su defunción. Sin saber la razón ni de dónde sacó fuerzas, se levantó, se alistó y salió con dirección al parque cementerio donde sabía que lo habían enterrado. En la entrada, compró un hermoso ramo de flores. En la oficina averiguó la ubicación de la tumba. Le dieron un pequeño mapa. El día estaba soleado aunque no caluroso. El viento soplaba moviendo con su brisa los árboles del lugar. No había gente. La soledad del camposanto le inundaba el alma. Sentía cierto miedo. Al fin descubrió la tumba. Los ojos se llenaron de lágrimas al ver en la lápida el nombre de su amado. No pudo contener el llanto y se arrodilló al lado de la lápida. Recostó las flores sobre ella. Lloró por un largo rato. Se puso de pies, se secó las lágrimas y exclamó:

_¡Perdóname, mi amor! ¡No sé qué me pasó! ¡Pero te juro que no hice nada malo! ¡Perdóname!

En ese instante  el viento pareció aumentar de intensidad. El ambiente se llenó de un aroma inexplicable. De pronto sintió cómo unos brazos se cerraban suavemente sobre su cuerpo, mientras en el oído derecho escuchaba una voz que le decía en un susurro:

_“ Te perdono, mi amor. No hay por qué llorar. Ahora debes irte. Te amo”

Ella se quedó estática. No sintió ningún miedo. Al contrario, una paz inmensa llenó todo su ser. Volvió a mirar: No había nadie. Su semblante se tornó radiante. Empezó a caminar volviendo la vista a cada instante.

 

Al día siguiente, totalmente ajeno a esos acontecimientos, me encontraba en mi escritorio calificando unos parciales, cuando alguien tocó a la puerta.

_¡Adelante! –Dije-

Me sorprendí al ver ante mí a aquella estudiante:

_¡Astrid! Bienvenida. Cuéntame en qué te puedo ayudar.

_Profesor Hugo, me siento feliz y quiero compartir mi felicidad con usted.

_Me alegro mucho. Y ¿cuál es el motivo?

_Usted conoció a Medardo. Fue alumno suyo. Se graduó aquí y…

FIN

Autor: Hugo Hernán Galeano Realpe. Derechos reservados