A esa hora, los tres ascensoristas trabajaban tan rápido como les era posible para cumplir con el afán de salir que todos los empleados tenían. Parecía como si el gran número no iría a terminar; pero al fin, empezaba a reinar la calma. Los tres acostumbraban esperar un cuarto de hora más, por si se quedaba alguno rezagado y que nunca faltaba. Después también salían del gran edificio dejando solo al celador quien cerraba la puerta de acceso y la aseguraba con cuatro chapas y dos pasadores. Hecho ésto, subía piso por piso cumpliendo con su labor de vigilante, verificando que nadie quedara dentro. Llegó hasta el último y, efectivamente, no había nadie. Nuevamente se dirigió hasta el primer piso que era donde permanecía en los intervalos de las rondas. Su escritorio, circundado por un gran mostrador, se encontraba en la esquina exactamente al frente de los ascensores. Tenía su greca de café y agua aromática, su pequeño aparato televisor y radio transistor a la vez, para acompañarse y aburrirse menos en el cumplimiento de la más tediosa de las profesiones.
Serían como las once y media o cerca de las doce de la noche cuando descuidadamente miró cómo en uno de los ascensores se encendía el número tres, luego el cuatro,… el cinco, hasta detenerse en el trece. Como un centellazo cruzó por su mente la idea de la presencia de un “intruso” y, velozmente, se puso de pies. Entró a otro de los ascensores y subió hasta el décimo tercer piso, revolver en mano. Cuando llegó, el ascensor en cuestión estaba abierto de par en par. Eso quería decir que, quien haya sido el que lo había utilizado, se encontraba en ese piso. Lentamente, el celador comenzó a recorrer las diferentes oficinas modulares y los pasillos. El resultado fue negativo. No encontró a nadie.
_“Es imposible que un aparato como éstos funcione solo”. -se dijo. -Será mejor hacer otro recorrido. Subió hasta el último piso, comprobó que la escalera de acceso a la terraza estuviera cerrada y empezó su ronda. Las oficinas de “alta seguridad” estaban todas cerradas; las modulares, en orden. Bajó un piso, otro, y otro, y todos los que iba recorriendo estaban en completo orden y no había nadie. Llegó nuevamente al decimotercer piso. Como en las anteriores ocasiones, revisó las oficinas modulares y todo estaba en orden; mas al llegar al pasillo una despampanante rubia entraba al ascensor.
_¡Ey!… ¡óigame! -Ya dentro, ella giró con coquetería y le lanzó una mirada entre desafiante e incitadora. El hombre frenó su carrera antes de comenzarla. La puerta empezó a cerrarse; nuevamente el celador corrió y alcanzó a detenerla introduciendo una de sus manos. El ascensor se abrió y, para su asombro…estaba completamente vacío! Se quedó sin saber qué hacer. Un miedo aterrador fue tomando posesión de todo su cuerpo y espíritu. No quería entrar a ningún ascensor, así que prefirió bajar por las escaleras. El descenso se le hizo eterno. Por fin, llegó hasta su escritorio, se sentó muy cansado, encendió un cigarrillo y se sirvió un tinto bien cargado. No se movió en toda la noche hasta las siete de la mañana, hora en que su remplazo llegó. Le contó lo sucedido. Su compañero no le creyó.
_Seguramente se durmió y soñó todo eso, hermano-.
_¡No, Daniel, se lo juro!
_Váyase a casa y descanse. Afortunadamente para usted, esta noche me toca el turno a mí y le aseguro que si me encuentro con una mona así como la describe, la que tendrá que correr es ella; y si la alcanzo… las tiene compadre!
Otro día de trabajo estaba por terminar. Todos los empleados se alistaban para salir. Como siempre, las mujeres se demoraban más ocupándose de su arreglo personal.
Sonia apuraba a su amiga Carolina quien se hallaba ante el tocador del baño de damas hacía ya un buen rato.
_¡Carolina!, se va a hacer muy tarde; ya son las… ¡Ay bruta! ¡mi reloj! -y corrió hacia su escritorio; abrió su bolso y extrajo la llave. De pronto, en el escritorio del lado, la máquina de escribir eléctrica, empezó a teclear… sola. Sonia pegó un tremendo salto y se quedó mirando cómo las teclas entraban y salían como si una excelente mecanógrafa invisible estuviera escribiendo afanosamente una no menos invisible carta. El miedo la paralizó por completo y ni siquiera pudo articular un sonido vocal. Cuando las piernas comenzaron a negarse a sostenerla, se dejó caer sobre su silla giratoria la que, al sentir el peso, dio casi una vuelta completa. Sintió que le faltaba el aire. Su hermoso busto se hinchaba palpitante. Un frío intenso se apoderó de su cuerpo y, en especial, de sus brazos. Seguramente, si en ese instante no llega Carolina, se habría desmayado.
_Pero, ¿qué haces allí sentada? -Mas al darse cuenta de la palidez de su rostro y de la posición desmadejada del cuerpo de su amiga, se alarmó y gritó:
_¡Sonia ! -Colocó su bolso en el escritorio y se inclinó sobre su compañera golpeándole suavemente las mejillas.
_¿Qué te pasa ?
_¡Esa máquina!… comenzó a escribir de un momento a otro.
Carolina corrió hacia la máquina.
_¡Imposible! Si además de estar apagada, está desconectada! ¿No sería impresión tuya?
_¡No! ¡Te aseguro que comenzó a escribir!
_¡Muy raro! Bueno… vamos – y, seguidamente, la ayudó a levantarse. Cuando llegaron a la puerta, Sonia volteó a mirar hacia la máquina de escribir en cuestión y se quedó petrificada. Carolina, al darse cuenta de su estado miró en esa misma dirección. Una mujer rubia, vestida de rojo, se encontraba sentada frente a aquella máquina de escribir mirando en forma indefinible hacia las dos amigas. Sin pensarlo dos veces, Carolina tiró de su amiga hacia el pasillo para encerrarse en el ascensor que afortunadamente parecía haber estado esperando a las dos mujeres. Eran las últimas en salir. Los ascensoristas ya no estaban. Unicamente el celador de turno, Daniel, les abrió la bien asegurada puerta. Sin despedirse, salieron hacia la calle para tomar un taxi.
_¡Esta gente ricachona ni saluda ni se despide! -dijo para sí mientras aseguraba nuevamente la puerta. Acto seguido, comenzó su ronda de vigilancia. Tomó el ascensor número 3 y se detuvo en el 2º piso. Encendió un cigarrillo en forma pausada y paseó por cada una de las oficinas, incluidas las modulares. En seguida tomó el ascensor hasta el 3r piso y repitió su paseo, y así sucesivamente con cada uno de los pisos hasta llegar al piso décimo tercero. Estaba saliendo del ascensor, cuando escuchó que alguien tarareaba una canción, y era voz femenina. El celador se detuvo aguzando el oído para darse cuenta de dónde salía el cántico.
_¡Diablos! se habrá quedado alguien? –se dijo.-
En ese momento no recordó lo sucedido a su compañero. Una vez ubicado el lugar, caminó lentamente y, por instinto, se llevó la mano a la culata de su revólver; se adentró en aquel salón, siguió por los pasillos que separaban las oficinas modulares, y quedó frente al que conducía al baño de damas. Y allí, con la puerta abierta, distinguió una hermosa dama rubia vestida de rojo mirándose al espejo mientras se arreglaba sus hermosos cabellos. Dejó de tararear y volvió la mirada hacia el celador quien se había detenido unos pocos pasos antes. Una bella sonrisa iluminó su rostro y, extendiendo la mano derecha, le hizo señas para que se acercara, mientras con la otra mano iba cerrando la puerta con coquetería.
El celador también sonrió y comenzó a caminar hacia el baño.
_¡A esta mona si no me la pierdo!
Sin embargo, al empujar suavemente la puerta, buscó con la mirada sin encontrar a la mujer. Abrió una a una las puertas de los inodoros pero no encontró a ninguna persona. Fue en ese momento cuando por la mente le cruzó como un rayo la experiencia de su compañero y sintió cómo los cabellos comenzaban a erizársele desde la nuca. Mas el nerviosismo se acentuó cuando fuera del baño escuchó nuevamente la voz de mujer tarareando aquella canción. Salió del baño tan rápido como pudo para alcanzar a mirar que la mona de rojo abandonaba el salón.
_¡Oiga!, ¡Espere! -gritó, pero ella no se dio por enterada; siguió su camino hasta una de las ventanas; volvió a mirar al vigilante clavando sus ojos en él de una manera tan seria, fría y firme, que el hombre se quedó absorto observando lo que hacía: Ella giró el seguro, corrió el vidrio sin dejar de mirarlo, subió uno de sus pies y luego el otro. Cuando él se dio cuenta de sus intenciones, se acercó estirando los brazos como queriendo detenerla mientras le gritaba:
_Espere! No lo haga! –A pesar de su ruego, la mujer se lanzó al vacío profiriendo un espeluznante alarido.-
El celador llegó hasta la ventana, se asomó con curiosidad esperando ver el cuerpo en la calzada; lo extraño es que no se veía ninguno. Tomó el ascensor y bajó hasta el primer piso. Abrió la puerta lo más rápido que pudo y salió a la calle. En la esquina estaba un policía y hacia él se dirigió Daniel preguntándole:
_Dónde está el cadáver de la mujer?
_Cuál cadáver y cuál mujer? –inquirió el policía.-
_Una mujer se acaba de lanzar desde el decimotercer piso; el que tiene abierta la ventana. –dijo señalando hacia arriba.-
_Está loco o borracho, hermano? Yo no veo ninguna ventana abierta y no me he movido de aquí desde hace media hora o más. A lo mejor se durmió y tuvo una pesadilla.
El hombre se dio cuenta de que era inútil explicar lo sucedido al agente. No contestó nada y optó por entrar al edificio. De espaldas al ascensor se dio a la tares de asegurar la puerta con las cuatro llaves. En eso, sintió la sensación de que alguien estaba detrás suyo. Giró deprisa para encontrarse con la mirada de la misma mujer rubia quien cerraba desde adentro la puerta del ascensor. Sintiendo que se le doblaban las piernas, caminó hasta su escritorio temblando embargado de un pavor indescriptible.
El suceso fue comentado por todos los celadores de la compañía dando como resultado que ninguno de ellos aceptara prestar el servicio. El jefe de sección amenazó con sancionar a quien se negara a cumplir con la vigilancia nocturna hasta con la pérdida del empleo, pero ni ésto sirvió para que ellos obedecieran. Por fin, después de discutir por bastante rato, se llegó a una conclusión: a partir de la fecha, durante la noche, se designaría a dos vigilantes.
Entre los empleados también comenzó a correr el comentario de la existencia de un fantasma, y a partir del momento, cualquier situación irregular se le atribuía a “la mona del piso trece”: Se perdían utensilios y aparecían en otro escritorio, las máquinas se encendían o apagaban solas, etc.
Desde ese momento nadie se quedaba a trabajar más de la cuenta; todo mundo estaba listo para salir antes de la hora para no ser el último; las mujeres nunca iban solas al baño.
El asunto llegó hasta las altas esferas. Lo primero que se hizo fue tratar de averiguar el origen de la situación. Se concluyó que los incidentes ocurrían en el piso trece. Buscando las causas y, entre comentario y comentario, uno de los empleados más antiguos de la empresa relató que unos años atrás, una de las empleadas se suicidó lanzándose desde la ventana de aquel piso trece. La joven tendría unos 25 años de edad, tenía el cabello rubio y el día del suicidio vestía un traje rojo. Los hechos ocurridos fueron dados a conocer al capellán de la entidad quien organizó una misa y una serie de rezos y exorcismos en toda la edificación y, en especial, en el piso trece. El Gerente general recomendó evitar hacer comentarios sobre lo ocurrido e invitó a olvidarse del asunto. Después de ésto, los empleados hablan en voz baja del hecho, y a los celadores se les prohibió conversar con ellos sobre cualquier suceso relacionado con la rubia de rojo. Es posible que su espíritu haya abandonado por fin este mundo o… quién sabe?
FIN
Derechos reservados de autor: Hugo Hernán Galeano Realpe