cadaJuan Carlos acababa de llegar a su casa-quinta después de permanecer fuera de ella durante ocho días. Se había marchado a la capital a casa de su amigo Rafaél, después de dar sepultura a su esposa, en el pequeño cementerio del lugar.

 

De ninguna manera deseaba quedarse en la soledad de aquella quinta con tantos recuerdos de la mujer a quien más amó en la vida. No alcanzaron a cumplir los seis años de matrimonio. La muerte se la había arrebatado después de una larga enfermedad, que fue destruyendo su singular belleza: la leucemia. El era un hombre de unos 35 años y ella, había fallecido sin cumplir los 28. Pero la vida tenía que seguir, y por éso estaba de regreso. Debía continuar luchando.

 

Se bajó de la camioneta, tomó su equipaje y se acercó hasta la puerta despacio, vacío, con un gran nudo en la garganta: Ya ella no estaría esperándolo. Entró, miró a todos lados. El silencio de su casa producía escalofríos. Llegó hasta su alcoba, colocó la maleta en el piso. Encendió la luz, pues las sombras ya comenzaban a extender su negro manto. Se sentó en su cama y pasó la mano por las cobijas frías. Ella ya no compartiría su lecho; o… ¿quién sabe ?

 

Sintió un gran vacío en el estómago. Se levantó y se dirigió a la cocina a prepararse algo de comer. Cada rincón, le traía un recuerdo. La imaginaba moviéndose diligente mientras organizaba algo. Abrió la nevera y tomó un poco de jamón y queso; destapó una bolsa de pan tajado y se preparó un par de emparedados. Luego, llenó la jarra de agua, colocó café en polvo en la vasija correspondiente y la conectó. Mientras esperaba que esté el café, se sentó mirando hacia la ventana. Había una profunda oscuridad. No se veían las estrellas. La quinta se encontraba lejos de aquel pueblo vecino de la capital. Se sintió extremadamente solo.

 

La cafetera terminó de lanzar los chorros de vapor y, llenando una taza, le colocó tres cubitos de azúcar, tomó los dos emparedados y regresó a su alcoba después de apagar la luz.

 

Encendió el radio mientras saboreaba el cargado café; al terminar se desvistió, se enfundó en una piyama y se metió entre las cobijas. Apagó el receptor. Poco a poco el sueño lo fue venciendo.

 

Despertó a las cinco de la mañana. Aún estaba oscuro. Sintió un olor fétido mezcla de tierra húmeda y carne descompuesta. Arrugó el entrecejo mientras olfateaba   para   asegurarse de dónde provenía; se incorporó un poco descansando sobre los codos; encendió la lamparita de la mesa de noche y, al voltear a mirar hacia el lado vacío de la cama… no estaba precisamente vacío: vio algo que le hizo pegar un espeluznante grito mientras saltaba al piso: Ella estaba allí, con los ojos abiertos, mirando sin ver al vacío, con una macabra mueca en el rostro. Un gordo gusano negro subía por el cuello con dirección hacia la boca.

Salió de la alcoba tan aprisa como le permitían los nervios, tomó el teléfono y marcó el número de Rafaél. El aparato timbró cuatro veces y se escuchó la voz del contestador: “En el momento no me encuentro en casa. Por favor deje su mensaje y lo llamaré en cuento pueda.”

-Rafaél, soy yo, Juan Carlos -dijo con voz desesperada- Por favor llámame. Es urgente.

 

Miró hacia su alcoba. Entre la penumbra, se distinguía el bulto del cadáver. Se sentó en la sala.

-“Tengo que controlarme. Pensar qué fue lo que pasó. Cómo pudo llegar hasta allí. Un cadáver no camina solo. ¿Por qué no me llama Rafaél?. Si no llama, tengo que pensar qué hacer con ella. No puedo pedir ayuda a nadie del pueblo.”

 

El agudo timbre del teléfono lo hizo saltar del asiento. Corrió y tomó el aparato.

-¡Aló!, Rafaél ?

-Si. Estaba bañándome. Escuché tu mensaje y…

-¡Rafaél, ella está aquí !

-¿Ella ? ¿A quién te refieres ?

-¡A Milena, mi esposa! ¡Amaneció acostada en mi cama! Está allí!

-A ver, hombre, debes estar aún dormido. Cálmate. Seguramente tuviste una pesadilla.

-¡No, maldita sea! ¡Te digo que está allí. En la cama! ¡Por favor, ayúdame. Ven !

-Espérame! Voy para allá en seguida!

 

Cuando llegó en su campero, Juan Carlos estaba fuera, esperándolo y temblando de frío. Rafaél se quitó la chaqueta y se la colocó sobre los hombros.

-Ven! entremos. Vas a pescar una pulmonía. -No creía aún el cuento de que Milena estuviera allí . Sin embargo, al entrar, sintió el olor putrefacto que lo obligó a sacar el pañuelo y a taparse la nariz.

-¡Mírala! ¡Allí está!

 

Rafaél miró hacia la cama y sintió un estremecimiento en la espina dorsal. Paró en seco. Se armó de valor, y continuó caminando. La vista era aterradora. Salieron a la sala. Se sentaron en silencio.

 

-¡Por Dios, dime algo ! ¿Qué vamos a hacer ?

-En primer lugar, pensar cómo vamos a deshacernos del cadáver. Hay que volverlo a su lugar. Y creo que debemos esperar a que oscurezca. Durante el día será imposible. Es necesario ocultar lo sucedido. Tenemos que colocar el cuerpo en bolsas de plástico. Hay que ir a comprar unas al pueblo. -En ese momento…

-Riiing- sonó el timbre de la puerta.-

 

Rafaél se acercó a abrir. Era la señora que hacía los servicios domésticos.

-Buenos días. Don Rafaelito. -dijo haciendo el intento de entrar-

-Buenos días, Carmelina. –le contestó cerrando la puerta a sus espaldas casi por completo- Creo que le va a tocar volver otro día. Es posible que Juan Carlos se regrese conmigo a Bogotá. En ese caso, él la llamará cuando sea necesario.

-Está muy bien, don Rafaelito; pero creo que de todas maneras hay que hacer aseo a la casa, pues ya está cogiendo un olor desagradable… como a carne podrida.

-Ah !, es que…eh… encontramos un gato muerto dentro de la casa,… Pero ya lo votamos.

-Bueno, entonces, … será irme. Hasta luego ! -Y se fue mientras volvió la cabeza en tres ocasiones. Cuando salió a la carretera, Rafaél entró.

 

Fueron al pueblo, desayunaron en un restaurante y, enseguida, compraron lo necesario para colocar y amarrar el cadáver. Regresaron a la quinta. Se dieron a la tarea de enfundar el cuerpo de Milena. Una vez dentro de la bolsa, la aseguraron muy bien. Después de ésto, limpiaron la cama, cambiaron tendidos, abrieron todas las ventanas, quemaron eucaliptus, y mientras el mal olor salía de la casa, salieron por los alrededores a dar un paseo.

 

Al fin llegó la noche. A eso de las 10: 20, subieron el cadáver a la camioneta y salieron con dirección al cementerio. Dejaron el vehículo a prudente distancia, cargaron con el bulto y dieron un rodeo buscando el sitio propicio para entrar. De pronto, miraron dentro la luz de una linterna. Seguramente era el celador. Ambos estaban nerviosos. Esperaron hasta ver cómo el chorro de luz se perdía a lo lejos. Levantaron el alambre más alto y se las ingeniaron para meterse. El nerviosismo y la incomodidad los hacía sudar. Llegaron hasta la tumba donde enterraran a Milena.

 

Allí estaba el pequeño monumento y a sus pies, la tierra removida. Se dieron a la tarea de cavar hasta dar con el ataúd. Sin extraerlo, lo abrieron y depositaron allí el cuerpo envuelto en las bolsas de plástico. Una vez cerrado, comenzaron a tapar el agujero. Salieron precipitadamente del lugar, llegaron hasta la camioneta y arrancaron. Gruesas gotas de agua comenzaron a caer en forma pausada. En unos momentos, eso sería un diluvio.

 

Una vez en casa…

-Espero que Milena descanse en paz, y nosotros también.

 

Rafael se instaló en la alcoba de huéspedes y Juan Carlos, en su alcoba matrimonial. Unos minutos más tarde, los dos estaban profundamente dormidos.

 

Comenzaba a amanecer cuando

-¡Aaah ! ¡Aaahh !

Fue el tenebroso grito que se escuchó en la alcoba de Carlos. Rafaél saltó enseguida de su cama y salió: Se repetía la escena. El cuerpo de Milena se hallaba completamente cubierto con las cobijas, con excepción de su cara. Al lado de la cama, la bolsa de polietileno estaba abierta en el piso.

-¡No es posible! -exclamó Rafaél-

 

Tomó a su amigo por el brazo y lo sacó del lugar. Le sirvió un trago de whisky. Quedaron unos momentos en silencio.

-¡Debe haber alguna explicación! -exclamó al fin Rafaél- Te prometo no irme sin antes aclarar el hecho.

 

De pronto, algo le llamó profundamente la atención: las huellas de barro de unas botas. Las siguió con la vista. Iban hasta la alcoba de su amigo. Tranquilízate y volvamos a la tarea de acomodarla en la bolsa. Esto puede ser la broma de alguien de pésimo gusto. Soy muy escéptico y no creo en cadáveres que caminen.

 

Al entrar en la alcoba, y sin que Juan Carlos reparara en ello, siguió las huellas. En un rincón estaban las botas llenas de barro. Bajaron el cadáver de la cama y, al igual que en el día anterior, procedieron a colocarlo en las bolsas.

 

-Bueno, ahora te das un baño. No te asustes. Creo que mis investigaciones van por buen camino.

 

Mientras su amigo se bañaba, Rafaél limpió las huellas y las botas. Cuando terminó fue hacia la cocina a preparar un café. Le tocó a Juan Carlos terminar esta tarea, añadiendo huevos revueltos y pan con mantequilla, mientras Rafaél se duchaba. Al anochecer, repitieron la odisea. Al regresar a la casa como a las 11:30 de la noche, se despidieron, y cada uno se fue a la cama. Pero antes, Rafaél alistó un termo de café bien cargado y se quitó las botas para meterse así entre las cobijas. Su idea era permanecer vigilante. No cerró la puerta por completo; sin embargo, apagó la luz. Quería ver llegar el cadáver.

 

A eso de las dos de la mañana el sueño empezó a apoderarse de él. Empezaba a dormirse, cuando un ligero ruido procedente del patio trasero, lo hizo despertar. Se quitó las cobijas y se asomó por la entreabierta puerta. Unos instantes después, apareció Juan Carlos con una pala al hombro. Tenía los ojos demasiado abiertos, la mirada perdida y la frente bien alta. Pasó por el lado de su amigo sin reparar en él. Salió de la casa. Rafaél se colocó apresuradamente sus zapatos, fue a la cocina, tomó un jarrón, lo llenó de agua y se dispuso a seguirlo. Juan Carlos emprendió el rumbo hacia el cementerio. Caminaba como un autómata, sin mirar el piso. Una vez adentro, llegó hasta la tumba de Milena y comenzó a cavar. Rafaél, oculto tras de una bóveda, seguía todos sus movimientos. Se acercó a su amigo y le lanzó el jarrón de agua fría sobre la cabeza. Juan Carlos se sacudió, y soltando la pala, se llevó las manos a la cara. Reaccionó de inmediato.

 

-¿Qué pasa? –miró a un lado y otro- ¿Qué estamos haciendo aquí ?

-¿No te das cuenta ? Estás desenterrando a Milena. Si no te detengo, la habrías llevado a tu cama.

-¿Eso quiere decir que…soy sonámbulo ?

-Que actuaste como un sonámbulo. No querías aceptar la idea de que tu esposa te abandonara. Dame esa pala y coloquemos la tierra en su lugar.

 

Por segunda vez en la misma noche, llegaban a la casa. Sólo que esta vez mucho más cansados, puesto que el viaje lo hicieron a pie. Después de bañarse y desinfectarse las manos, pasaron a sus aposentos. Ahora si estaban seguros que, la antes hermosa mujer, no volvería.

 

Después de desvestirse, Rafaél se colocó su piyama y se metió entre las cobijas. Apagó la lámpara. Y se arrebujó en la cama. Más tarde, la puerta se abrió y entró una mujer : era Milena. Tenía los brazos estirados. Su rostro era monstruoso. Se acercó a Rafaél. Este lanzó un horripilante grito. Inmediatamente Juan Carlos estuvo a su lado moviéndolo.

 

-¡Despierta, hombre ! ¡Tienes una pesadilla !

 

El hombre se incorporó y sacudió la cabeza. Ya era completamente de día. Se levantaron, y acordaron irse juntos a la capital. Juan Carlos decidió poner en venta la quinta. Contrataría una agencia de trasteos y una empresa de finca raíz.

 

Salieron cada uno en su vehículo. Juan Carlos delante. Rafaél echó una mirada hacia la casa y … cosa extraña ! en el ventanal se apreciaba la silueta de una mujer.

 

 

FIN

Autor: Hugo Hernán Galeano Realpe. Derechos reservados.